Acepté gustoso la invitación
que me dirigió el padre Andrés Bravo y a través de él, del Foro eclesial de
Laicos, de la Universidad Católica Cecilio Acosta, porque soy de la generación
del 68. Ese año en que se llevó a cabo Medellín, 1968, fui ordenado sacerdote y
de algún modo soy tributario de la dinámica de renovación eclesial que generó
el Concilio Vaticano II a través de la lectura y aplicación de Medellín.
Se me ha pedido que trate del
significado histórico de esa Conferencia y su relación con el sueño de
Francisco de una Iglesia de los pobres. Entiendo el término “significación” en
el sentido de importancia, de influencia de alguna persona o de un
acontecimiento. Significación proviene de la palabra signo, término teológico
que tomó particular proyección en el Concilio Vaticano II, con la expresión “signos de los tiempos”. ¿Se puede decir
que Medellín reviste una gran significación histórica, en sí mismo, por ser uno
de esos signos de los tiempos que debemos saber discernir e interpretar?
Se me pide además que vincule
esta relevancia de Medellín con la propuesta del Papa Francisco de una Iglesia
pobre para los pobres. No tengo la intención de realizar una investigación
exhaustiva sobre el uso de este término en el Magisterio del Papa. Me limitaré
a entenderlo, tal como lo presenta en el cap. IV la Exhortación apostólica
“Evangelii Gáudium” (24-11-2013). El Papa la trata en la segunda parte del
capítulo IV, que lleva por título “La inclusión social de los pobres” (NN
186-216).
A la hora de valorar la
importancia de un acontecimiento histórico precisa ser muy modesto. La Iglesia
lleva un caminar de siglos. Ciertos acontecimientos que se han producido en su
larga historia ha tenido una particular trascendencia. El impacto de muchos de
ellos no ha sido inmediato, sino que se ha dado progresivamente, a través de
una lenta maduración de las conciencias. La Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano (aún no se había añadido el Caribe) ocurrido en Medellín, hace
apenas cincuenta años, fue uno de ellos. Es un lapso muy corto aún para poder
valorar su significación y su influjo en la configuración del pueblo de Dios
que camina en los distintos países latinoamericanos.
La Iglesia
nos convoca nuevamente este domingo para iluminar con la Palabra y la presencia
eucarística de Jesús la ruta cuaresmal que nos ha de conducir renovados a las
fiestas de Pascua y más adelante a las de Pentecostés. Desde ya doce años, con
la misa de hoy, se inaugura la Semana de Doctrina social de la Iglesia.
Las
lecturas de este año nos invitan a meditar la alianza de Dios con Abraham, un
párrafo de la carta a los Romanos y el relato de la transfiguración del Señor
según S. Marcos. En los tres textos encontramos la mención de un hijo muy
amado: en la primera lectura ese hijo es Isaac; en las dos siguientes es Jesús.
En la carta a los Romanos, Pablo nos lo presenta como un Hijo que el Padre,
movido por el inmenso amor que nos tiene, lo entrega por nuestra salvación (Cfr.
Jn 3,16). En la Transfiguración, el Padre sale garante del mesianismo escogido
por Jesús. Lo reconoce como su Hijo muy amado y les pide a los tres discípulos
que lo escuchen. Les invito por consiguiente a realizar el mismo recorrido que
Pedro, Santiago y Juan al Tabor, a poner nuestra mirada en ese Hijo muy amado y
a meditar sobre el amor que él trae para comunicarlo al mundo.
Un amor blindado, a toda prueba.
Lo
primero que les invito a contemplar es el don que Dios hace de su Hijo. No se lo guardó, no se lo reservó, sino que lo
envío al mundo y lo entregó por todos nosotros. Este es un misterio de amor que
nos supera y no logramos entender: lo que no permitió que Abraham llevara a
cabo, dejo que le ocurriera a su propio Hijo. Para Pablo esta revelación le
transformará su vida: “Me amó y se
entregó por mi” (Gal 2,20).
Este
amor nos alcanza en medio de nuestra mayor miseria y totalmente alejados de
Dios. Sin embargo, El Padre misericordioso va a recortar esa distancia hasta
llegar a nosotros. En el camino se encontrará con grandes obstáculos: el pecado,
el Mal y la muerte. Pero ninguno de ellos lo detendrá. Cristo. En su búsqueda,
Jesús llegará hasta el extremo de su propia entrega para rescatarnos (Cfr. Jn
13,1). Amor tan fuerte, tan intenso que traspasa la barrera de la divinidad y
se hace humano, traspasa la barrera del tiempo y se hace eterno, traspasa las
barreras espaciales y se hace universal.
El
mismo lo contará en la hermosa parábola del pastor que deja su rebaño para
salir en búsqueda de la oveja perdida hasta
que la encuentra Cfr. Lc 15, 1-6). Ese “hasta”
de la parábola, describe toda la vida de Jesús. Devorado por el fuego apasionado
de su amor salvador, va hasta la ignominia de la cruz para rescatar a los
pecadores. La continuación del texto de la carta de Pablo que hemos escuchado
es una descripción exultante de todas las barreras y obstáculos que el Hijo, en
obediencia a su Padre, franquea para llegar hasta la última de las ovejas, esté
donde esté y sea quien sea (Rom. 8,31-39). Tenemos a nuestro favor un aliado
dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias para salvarnos y hacernos
partícipes de su amor. Así lo proclamamos en uno de los artículos de nuestro
Credo: “Bajó a los infiernos”.
Un amor eterno.
El amor
de Dios, manifestado en Cristo, no es un amor pasajero, de un momento, es un
amor irreversible, para siempre. El amor de Dios por el hombre no tiene vuelta
atrás. El Padre nos ha amado desde la eternidad. Desde que nos viene pensando y
desde que nos creó no ha cesado de amarnos con amor.
Ese es
el amor que trae consigo el Hijo muy amado y que el Padre pide a los tres
seguidores de Jesús acojan y sigan hasta el final. La alianza que él quiere
establecer con nosotros es una alianza de amor definitiva, que abarca toda
nuestra existencia terrestre y toda nuestra vida eterna. No perdamos de vista
la visión total y completa de nuestra historia personal, de nuestra historia
como pueblo. Lo que Dios ha comenzado, lo llevará hasta el final.
Hay una
sola historia de salvación que se desarrolla en dos tiempos: el tiempo de la
promesa y el tiempo de la plenitud. Nosotros pertenecemos al tiempo de la
plenitud. Una plenitud incompleta por ahora y por eso pasa por la cruz, por el
sufrimiento y el dolor de la pasión y de la muerte. Ahora estamos sumidos en
los quebrantos, las angustias y las tribulaciones de la búsqueda angustiosa de
lo más elemental para vivir como son la comida, la salud y la comunicación con
los seres queridos.
Podemos
nosotros también perder la visión del camino completo, de la totalidad de
nuestra historia de salvación y la de toda la humanidad. Como Isaac podemos
llegar a pensar: ¿Será que el Señor nos va a sacrificar, va a sacrificar al
pueblo venezolano y condenarlo a la dispersión total y a la destrucción de su
historia? Pero no, hermanos, Dios no quiere nuestra muerte sino nuestra vida.
No quiere destruirnos sino construirnos. Dios no quiere que seamos felices
solamente en el cielo, sino que lo seamos desde esta tierra. La cruz es un
camino obligado, pero no es el final. El final es la transfiguración. La
resurrección. La gloria.
Un amor universal
Dios
quiere constituir con la humanidad un solo pueblo. Quiere que seamos el Pueblo
de Dios. La alianza con Abraham es el inicio de esa aventura. La obediencia de
Abraham le convence que es la persona apropiada para forjar esa alianza, en la
que serán bendecidos todos los pueblos de la tierra. Lo que empezó Abraham y
continuó Moisés, Dios por medio de su Hijo Jesús lo llevará a plenitud. En la
entrega obediente y amorosa de su Hijo en la cruz y en su resurrección, todos
los seres humanos de todos los tiempos y de todos los lugares están llamados a
transformarse en hijos muy amados ellos también, en miembros hermanados en una
sola familia.
Un amor transfigurador
La
Iglesia es un adelanto, un signo, un sacramento de esta vocación universal a la
filiación, a la fraternidad y a la unidad. Nos toca, como miembros de la
Iglesia, hacer visible y concreto, allí donde estamos y vivimos, el proyecto de
vida que Cristo vive y comunica con su muerte, resurrección y el don de su
Espíritu. La transfiguración del Señor es la finalización, el culmen adonde
quiere llevarnos, superando nosotros también con él las barreras que en este
momento y en la vida entera se cruzan en nuestro camino.
El
proyecto de Jesús que se expresa hoy en su fase final, no es para nosotros nada
más.No somos un club, no somos un
ghetto. Somos portadores de esa experiencia. La Iglesia no tiene razón de ser
si se queda encerrada dentro de sí misma. Es en el mundo la servidora del amor
de Dios manifestado en Cristo. Todos hijos de Dios, todos hermanos, todos
compartiendo en justicia y amor la herencia común de la creación, del tesoro de
cada cultura, de los avances de la ciencia, de la tecnología y de los nuevos
sistemas de información.
En
ningún hombre podemos ver ya un enemigo. Ningún ser humano nos es ajeno. Así
como el Padre y el Hijo, impulsados y unidos por el potente amor del Espíritu,
traspasaron todas las barreras que se interponían entre ellos y la humanidad,
así también nosotros, como miembros de su pueblo, unidos en la misma alianza,
estamos llamados a superar las barreras actuales que se levantan entre un ser
humano y otro, entre un venezolano y otro venezolano. No nos hagamos cómplices
de las trampas que enrejan, separan, contraponen y dividen. Todo hombre es
nuestro prójimo porque Dios se hizo prójimo, se hizo camino, se hizo hermano,
compartió todo con nosotros menos el pecado.
La
Semana de Doctrina Social de la Iglesia que hoy inauguramos, bajo la fulgurante
luz de la transfiguración del Señor, nos envuelve a todos en esa misma dinámica
de amor. Tumbemos los muros, quitemos guarimbas, eliminemos barreras.
Construyamos puentes, abramos caminos en las soledades de la desolación y de las
nuevas pobrezas. Esa es la verdadera dirección en la que se desplaza la
historia de la salvación y la historia de la humanidad. Es en esa dirección que
la eucaristía de hoy nos invita a todos a entrar. Amén.
Parroquia San Antonio Ma. Claret, Maracaibo
25/02 2018
El miércoles pasado, con la
imposición de las cenizas, se inició el tiempo de Cuaresma, una ruta de
cuarenta días de duración que ha de conducirnos a la celebración de las fiestas
de Pascua. Para recorrer este camino y vivirlo a plenitud, les invito a
dejarnos guiar por la Palabra de Dios que cada día de esta cuarentena, y
particularmente cada domingo, la Iglesia nos ofrece, más específicamente, por
el texto del evangelio según S. Marcos.
El texto de este primer
domingo nos presenta, en cuatro versículos, el comienzo de la vida pública de
Jesús: su ida al desierto, las tentaciones a las que lo somete Satanás, el
encarcelamiento de Juan el Bautista, el inicio del anuncio de la Buena Nueva y
un resumen en cuatro puntos del contenido de su predicación. Desde el comienzo
de su Evangelio, Marcos nos da a entender que la Buena Nueva es, ante todo, la
persona misma de Jesús, que su llegada fue objeto de una larga preparación en
la historia del pueblo de Israel, narrada en el Antiguo Testamento, que, en su
bautismo en el Jordán, recibió una solemne proclamación, con la manifestación
de las otras dos personas divinas, el Espíritu Santo y el Padre.
El texto de hoy nos hace saber
que, una vez superada la prueba de las tentaciones en el desierto, Jesús se
entera que Juan ha sido arrestado y encarcelado por orden de Herodes y ve en
este acontecimiento la señal de que ha llegado el momento de iniciar su misión
y presentar a todo el pueblo. la buena nueva del Reino de Dios. Tanto para la
comunidad a la que San Marcos dirigió este evangelio como para nosotros, esta
presentación de los inicios del ministerio de Jesús, es un espejo que refleja
la vida de los cristianos. El desierto, las tentaciones, la prisión formaban
efectivamente en aquella época, y hoy también, parte de la vida de nuestras
comunidades cristianas. ¡Cuán importante
es saber que fue en esas condiciones que Jesús inició y llevó a cabo toda su
misión!
El relato de las tentaciones
en este evangelio, contrariamente a los de Mateo y Lucas, es muy escueto. Solo
menciona que fue el Espíritu quien lo llevó a desierto, donde Satanás lo
sometió a prueba durante cuarenta días; que durante ese tiempo convivió con las
fieras y era atendido por los ángeles. El texto quiere dejar claro que Jesús fue
tentado(Cfr. Heb. 4,15) y que, con
su victoria sobre Satanás, se acaba el tiempo del Reino del Mal en la tierra;
se inicia la era de la convivencia pacífica del hombre con la creación (Cf Is
11,1-9), y que, con la ayuda de los ángeles, su Padre le muestra su amor su
protección (Cfr. Sal 91,11-16). Aunque no lo menciona explícitamente, para
Marcos, Jesús sale vencedor e inicia la era mesiánica porque, contrariamente al
pueblo de Israel en el desierto, que cayó en la idolatría (Cf Ex 32), se acordó
de la Palabra de Dios, fundamentó en ella su conducta y se atuvo siempre a
ella.
Con la enseñanza de su propio
ejemplo y de su predicación, Jesús dejará muy claro a sus seguidores de todos
los tiempos, que las tentaciones y la confrontación con toda clase de
dificultades, forman parte constitutiva de la condición discipular y que
saldrán vencedores si, llenos de fe, se apoyan en la Palabra de Dios, si son
constantes en la oración, si llevan su cruz con abnegación, si viven unidos y
se aman y se sirven unos a otros.
Jesús, con su comportamiento y
estilo de vida, quiere mostrar a toda la humanidad, que la salvación del hombre
está en aliarse con Dios. Está profundamente convencido de que la alianza de
Dios con la humanidad, es la clave para que ésta alcance su plena realización. En
sus Confesiones S. Agustín nos da a conocer esta convicción: “Nos has hecho, Señor, para Ti, y nuestro
corazón está inquieto hasta que no descanse en Ti”. No hay otro camino de
salvación.
Eso fue lo que Dios le dio a
entender a Noé, a Abraham, a David, a Elías y a todos los demás profetas y
sabios, que fueron testigos y portadores de este mensaje. Desconectado de Dios,
el ser humano no tiene sentido y no puede alcanzar nunca su más plena realización.
Esa es la convicción que lleva Jesús muy dentro de sí y por eso, el, El Hijo de
Dios, siguiendo los planes de su Padre, se hizo hombre, para hacerle descubrir
al hombre esta dimensión fundamental de su ser y existencia, que lleva dentro
de sí desde su misma creación a imagen y semejanza de Dios (Gen. 1,26), pero
que ha quedado muy debilitada y vulnerable por el pecado de Adán.
Una vez proclamado por el
Espíritu y su Padre, como verdadero Hijo de Dios, y superada las tentaciones a
las que Satanás lo sometió en el desierto, dejando así en claro que con él se
inicia la era de la convivencia armoniosa del hombre con toda la creación según
el primigenio plan de Dios (Cf Primera Lectura), Jesús está listo para iniciar
su misión pública. Se va a Galilea e inicia su ministerio con una breve, pero
densa, predicación que contiene cuatro puntos: 1) El tiempo de la espera ha
cumplido. 2) El Reino de Dios ha llegado. 3)
Hay que cambiar de vida. 4) Hay que creer en esta Buena Nueva.
La
espera ha terminado. Todo el pueblo de Israel esperaba al Mesías y
la llegada del Reino de Dios, pero la gran mayoría esperaba señales cósmicas,
triunfales, bélicas, a veces con claras tonalidades políticas. Jesús no lo
entendió así. Su mensaje encontrará aceptación en los pobres y sencillos, pero
un rechazo frontal de los poderes establecidos y los vinculados con el invasor
romano.
El
Reino de Dios ha llegado. Para los fariseos y esenios, el Reino de
Dios sería producto de actos de poder y dominio y resultado del esfuerzo humano.
Para Jesús era, ante todo, una iniciativa de Dios, independientemente del
esfuerzo humano, un don de su misericordiosa bondad, una presencia definitiva
de Dios entre los hombres. -en varias oportunidades le hará entender a sus
oyentes que el Reino se encuentra en
medio de ellos, dentro de ellos” (Lc
17,21).
Cambien
de vida. Para recibirlo hay que cambiar de vida, arrepentirse,
convertirse. Hay que darle un vuelco total al modo de pensar de sentir de vivir
y de actuar. Hay que dejar de lado el legalismo de los fariseos y abrir los
ojos, destapar los oídos y desarrollar nuevas capacidades para percibir la
presencia del Reino a través de los acontecimientos ordinarios y sencillos de
la vida.
Crean
en la Buena Nueva: He aquí la clave para estar en condiciones de
recibir ese Reino de Dios y dejarlo entrar en la vida: creer. La fe es la
herramienta que Jesús le ofrece a sus seguidores de parte de su padre. Es la
llave que abre la puerta estrecha, la fuerza que permite caminar por los
senderos empinados y pedregosos del Reino. No es fácil cambiar la mentalidad,
el modo de pensar y de relacionarse aprendidos desde la infancia. Solo la fe lo
hace posible.
Esta presencia nueva de Dios
por medio de Jesús en medio de los pobres y sencillos que hace posible este
modelo de vida, llena de servicio y amor desinteresado, es lo que Satanás
quería y quiere precisamente detener. La gran tentación del diablo es
precisamente hacernos creer que Dios no está presente, que Dios no vive entre
nosotros, que nos ha abandonado a nuestra triste suerte. Que estamos solos. Que
el único que está con nosotros es él, Satanás. Por eso lo primero que hace
Jesús para implantar el Reino de su Padre es expulsar al demonio y hacerle
entender que el tiempo de su dominio y de sus engaños se acabó (Cfr. Jn 12,32).
Hermanos, no nos dejemos
engañar por el demonio. Dios si está con nosotros, camina con nosotros, sufre
con nosotros. No nos ha dejado solos. Con Cristo Jesús hecho hombre y presente
en nuestro mundo, ha empezado una nueva vida. No solamente para él, o para los
que lo acompañaron en su ministerio público sino para todos nosotros. Esta es
la oferta de Jesús, la oferta de la Iglesia al inicio de esta cuaresma, que yo
les invito a aceptar para que vivan y vivan plenamente como se lo merecen como
seres humanos hechos y amados a imagen y semejanza de Dios Padre, Hijo y
Espíritu Santo. Amén.
ENFILA, TRAS CRISTO Y CON LA IGLESIA, TU VIDA HACIA LA PASCUA
“El ayuno que yo quiero
es éste: abrir las prisiones injustas, desatar las coyundas de los yugos, dejar
libres a los oprimidos, romper todas las cadenas; partir tu pan con el que
tiene hambre, dar hospedaje a los pobres que no tienen techo; cuando veas a
alguien desnudo, cúbrelo, y no desprecies a tu semejante” (Isaías 58)
Muy amados hermanos,
Comenzamos hoy, con este miércoles de cenizas, el tiempo de
Cuaresma. Es un tiempo fuerte que nos ofrece la Madre Iglesia para prepararnos
personal, familiar y comunitariamente a la celebración de la fiesta más
importante del cristianismo: la Pascua, es decir los misterios de la Pasión,
Muerte y Resurrección de Cristo. Esta fiesta es el eje central sobre el que
gira toda la fe cristiana. Tiene una duración de cuarenta días y concluye, el
jueves santo, con la celebración del Triduo Pascual. Para que este tiempo sea
altamente provechoso y lleguemos renovados a la meta, la Iglesia llama a todos
los fieles a la penitencia y a la conversión.
Todos somos pecadores. Todos estamos necesitados de
conversión. La convocatoria que hace el profeta Joel, en la primera lectura, no
deja a nadie afuera. Todos podemos ser mejores. No estamos llamados a vivir en
la mediocridad sino en la santidad, siguiendo el modelo de vida y de
comportamiento de Jesucristo.
Este tiempo de conversión y penitencia nos permite revisar a
fondo cómo estamos llevando adelante nuestra vida cristiana y examinar si
estamos viviendo de acuerdo a la gracia que recibimos en el bautismo. Se trata
de ver si estamos caminando en la buena dirección, o si estamos estancados, o,
peor aún, si estamos retrocediendo y dándole la espalda a Dios y a todos
nuestros compromisos cristianos. Cuaresma es pues el tiempo propicio para poner
orden en nuestra vida, revisar cuáles son las prioridades por las que nos
guiamos en nuestras decisiones y comportamientos. Se impone un escaneo profundo
para chequear la calidad de nuestras relaciones con Dios, con los hermanos, con
nosotros mismos y con la creación.
Ustedes me dirán, que están muy metidos tratando de resolver
las mil y unas dificultades de esta vida que se presentan diariamente una tras
otra y que no dan ningún tipo de tregua. Y que, por consiguiente, su prioridad
es conseguir comida, medicamentos, mantenerse lo más saludables posibles. Y eso
está bien. Pero una cosa no quita la otra. Más aún, pienso que, si estamos bien
conectados con Dios y contamos con su luz y su fuerza, más ánimo y vigor
tendremos para enfrentar las luchas y pruebas de esta vida.
Porque tengamos bien claro, mis hermanos, hoy las
dificultades son las necesidades que estamos padeciendo, pero mañana serán
otras las que nos agobiarán. Y no
podemos vivir de agobio en agobio, desgastándonos en la atención de las
vicisitudes diarias que no se pueden postergar. Para resolver los problemas
diarios no basta sumergirse en ellos, hay que aprender a trascenderlos.
Así que nos hace falta centrarnos en Dios, organizar nuestra
vida en torno y a partir de Él. El Señor no es ningún estorbo, ni tampoco un
elemento extra en nuestras vidas, que atendemos de refilón, en nuestros
tiempitos libres. Dios es el eje fundamental de nuestra existencia, es la
columna vertebral que sostiene lo que somos y vivimos. San Pablo nos enseña que
“En él vivimos, nos movemos y existimos”
(Hech 17,28). Sin El no somos absolutamente nada. Si él no nos sostiene vamos
perdiendo calidad humana y nos transformamos en lobos voraces que nos devoramos
los unos a los otros.
Este es precisamente el significado que tiene la imposición
de la ceniza en nuestra frente el día de hoy. La ceniza no es un amuleto de
buena suerte, ni una protección contra el mal de ojo, ni tampoco un escudo de
defensa contra cualquier daño que nos quieran hacer. Es un reconocimiento de la
fragilidad de nuestra condición humana y de la absoluta necesidad que tenemos
de buscar a Dios y colocarlo en el corazón de nuestras vidas. Con la recepción
de la ceniza aceptamos la invitación que la Iglesia nos hace, en nombre de
Dios, de tomar en serio nuestra conversión y volver de todo corazón al Señor
Dios nuestro, porque es compasivo y
misericordioso.
Sigamos el consejo de San Pablo en la segunda lectura de hoy.
No podemos perder la oportunidad que se nos ofrece ya que la vida es corta y hoy
estamos y mañana no. Solo Dios, y nadie más, nos puede salvar y ofrecernos la
participación en su vida eterna y amorosa después de nuestra muerte. Y él lo ha
hecho realidad a través de su Hijo Jesucristo, quien nos ofrece realizar con él
el camino de la cruz, que es el único camino que conduce a la salvación. Nos
toca pues darle un vuelco al timón y enderezar el velero de nuestra vida mar
adentro, hacia Dios, asumiendo con libertad y decisión nuestra cruz y caminando
tras Jesús.
Para que podamos llevar a cabo este cambio profundo de vida,
la Cuaresma pone a nuestra disposición tres poderosas herramientas que se
alimentan todas de la Palabra de Dios: la oración, la mortificación y la
caridad. Con la oración nos reconectamos directamente con Dios, sea a través de
la oración personal, familiar y comunitaria. Necesitamos intensificar la
oración, bajo la forma que más alimente nuestra fe. Con la mortificación aprendemos a dominarnos,
a asumir el control de nosotros mismos, a atacar de frente nuestras
debilidades, pasiones descontroladas y pecados capitales. Con la caridad, que
antes se señalaba con el nombre de limosna, hacemos realidad el mandamiento del
amor mutuo que Cristo nos ha dejado y le ofrendamos a nuestros hermanos nuestro
tiempo, nuestros talentos y nuestros bienes. Estas prácticas forman parte de
nuestro entrenamiento esencial como cristianos para correr en el estadio de
esta vida y llegar a resucitar con Cristo: “Todos
los atletas, nos enseña S. Pablo, se imponen una dura disciplina. Ellos lo
hacen para llevarse una corona (de laureles) que se marchita. Nosotros en
cambio, una que no se marchita. ¡Corramos pues de tal manera que la obtengamos!”
(1 Co 9,25).
La basura que se amontona aún en nuestras calles y avenidas,
nos lleva a poner nuestra mirada en la basura que se acumula en nuestros
corazones y que necesitamos recoger y sacar para tener una vida moral y
espiritual más saludable. Esta basura compuesta de violencias, odios,
rencores y resentimientos acumulados es altamente contaminante y nos impide
vivir en paz con nosotros mismos, con Dios y con el prójimo. Debemos luchar contra
esos males que nos amenazan con las armas del perdón, de la reconciliación, de
la convivencia y de la práctica insistente e incansable de la solidaridad. Ni
el mal ni la violencia se vencen reaccionando con mayores males y violencias
sino a fuerza de bien (1 Tes.5,14-15; Rom 12,17-21). El sacramento de la reconciliación es
uno de los dones que el Señor Jesús ha puesto a nuestro alcance para entrar en
la órbita de Dios y enrumbar nuestras vidas por los senderos de Cristo.
Cuaresma he de transformarse en una escuela
intensiva de amor incondicional y solidaridad desinteresada. Para ayudarnos a
tomar consciencia de la vocación cristiana y de los compromisos adquiridos con
el bautismo, se lleva a cabo, tanto en Maracaibo como en Cabimas, la Semana de Doctrina Social de la Iglesia.
Este año estará centrada en la conmemoración de los 50 años de la Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe en Medellín y reflexionar
sobre el compromiso cristiano ante las nuevas pobrezas. Formémonos todos en el
conocimiento y práctica de la Doctrina Social de la Iglesia.
Contamos también en Venezuela con la Campaña Compartir, programa que este
año alcanza su XXXVIII edición y se centrará, como el año pasado, en aportar
entre todos, nuestra colaboración solidaria para contrarrestar el problema de la
desnutrición infantil, a través del sistema SAMAN y su programa de atención
VIVERO. La campaña tiene también como finalidad fortalecer y ampliar en la
arquidiócesis la red de nuestras Cáritas parroquiales con miras a sensibilizarnos
sobre la problemática de las personas en situaciones de pobreza, de exclusión,
de vulnerabilidad y de hambre y organizarnos mejor para atenderlas.
Unámonos todos para combatir el terrible flagelo
del hambre y de la desnutrición que afecta a nuestros niños, inspirándonos en
Cristo Jesús que vino a este mundo para que todos tengamos vida y la tengamos
en abundancia (Cfr Jn 10,10) y nos asegura que todo lo que hagamos por uno de
nuestros hermanos más necesitados y humildes, por él mismo lo estamos haciendo
(Cfr. Mt 25.40).
El hambre es un terrible flagelo, un pecado
social que atenta contra el derecho fundamental de todo ser humano a la vida y
a su integridad física. Es una grave degradación moral y humana, enriquecerse
con el bachaqueo, a costa del hambre de los pobres. Si los encargados de velar
por la salud la vida de nuestros niños, no están en capacidad de asegurarla,
tienen la grave obligación moral de facilitar cualquier mecanismo internacional
de ayuda inmediata. Si bien los gobernantes tienen una particular
responsabilidad, se trata de una tarea de todos. No basta señalar el mal y
denunciarlo. Tenemos que formar parte de la solución. Tenemos que unir nuestras
fuerzas para impedir que un solo niño muera o quede malogrado de por vida, por
falta de comida adecuada y nutritiva, para que se fortalezca el principio de
subsidiariedad y la valoración prioritaria del bien común.
Hermanos, pongamos en camino llenos de ánimo y esperanza. No
estamos solos. Cristo camino delante de nosotros. Caminar con él, llevar
nuestra cruz, significa experimentar la fuerza del amor por la humanidad, que
lo sostuvo y le permitió ser fiel hasta el final al proyecto de salvación que
su Padre le encomendó. No caminamos solos. Él es un torrente inagotable de
misericordia y perdón en el cual nos podemos sumergir. El viene de parte de
Dios Padre a ofrecernos una vez más este tiempo de gracia y salvación.
Recordemos las palabras del hermoso salmo 103:
Él perdona todas tus
culpas
y cura todas tus enfermedades;
él rescata tu vida de la fosa
y te colma de gracia y de ternura;
él sacia de bienes tus anhelos,
y como un águila se renueva tu juventud.
Toda la Iglesia, se pone en movimiento. No perdamos de vista
la meta: llegar a las fiestas de Pascua con un corazón plenamente limpio y
renovado, listos y dispuestos para reasumir con nuestros hermanos los
compromisos que adquirimos el día de nuestro bautismo, de ser, vivir, sentir y
comportarnos como discípulos misioneros de Cristo Jesús.