Muy
queridos hermanos y hermanas,
Con
esta solemnidad de Cristo Rey del universo, iniciamos la última semana del año
litúrgico 2013-2014. Durante este año, la madre Iglesia ha querido guiarnos, en
nuestro camino cristiano, con la lectura dominical del evangelio de San Mateo.
Uno de los núcleos fundamentales de este evangelista es la presentación de
Jesús como el nuevo Moisés que nos introduce en la nueva tierra prometida que
él llama el Reino de los cielos, forma semítica de designar el Reinado de Dios.
Jesús
presenta el Reino de los cielos como una nueva y sorprendente irrupción de Dios
en medio de los hombres y de la historia. Una realidad que ya no hay que seguir
esperando porque ya está presente en medio de nosotros. Ya está en medio de la
humanidad y empieza a fermentarla con una energía indetenible que la llevará a
su perfección. Empieza la plenitud de los tiempos. El tiempo de la salvación de
los humanos y de la creación total.
Para
gran sorpresa de todos, el Dios de ese reino que presenta Jesucristo no es un
Dios lleno de ira destructora, dispuesto a castigar a la humanidad sino un
Padre lleno de compasión y de ternura, de misericordia y de bondad. ¡Esta es la Buena Noticia; éste es el
Evangelio! A los destinatarios de este mensaje novedoso les corresponde
disponerse a acogerlo. Porque la invitación es apremiante, es inminente; no es
para mañana. Es para hoy. No podemos
quedarnos indiferentes ante su llegada. Para recibirlo Jesús nos dice que la
condición “sine qua non” es la de convertirnos, es decir disponernos a dejarlo
entrar en nuestras vidas, a abrirle nuestra mente y nuestro corazón, a aceptar
“entrar” dentro de ese modo de reinar de Dios que Jesús está inaugurando con su
presencia. “Conviértanse porque está
llegando el Reino de los cielos” (Mt 4,17).
El
Reino de su Padre Dios, Jesús lo ofrece a todos sin excepción. ¡He venido a
incendiar el mundo con el fuego del Reino de Dios y cuánto quisiera que ya
estuviera ardiendo! El Señor tiene muy claro por dónde empezar a sembrarlo: por
los pobres, los afligidos, los humildes, los hambrientos y sedientos de
justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los constructores de paz
(Cf Mt 5,1-10); los ciegos, los
leprosos, las prostitutas, los publicanos. “No necesitan médico los sanos sino los enfermos; no he venido a llamar
a los justos sino a los pecadores” (Mt 9,12-13). Dios llega para todos como salvador, no como
juez. Como juez llegará más tarde, al final de los tiempos. Mientras tanto,
corre el tiempo de la paciencia y de la misericordia infinita que llama, que
cura, que salva, que perdona, rehabilita y dignifica “porque no quiere que nadie se pierda sino que todos se conviertan”
(2 Pe 3,9).
Su
invitación puede ser acogida o rechazada. Ya sabemos que la lógica de Dios,
desde el principio de la creación, es respetar por encima de todo la libertad
humana. Así se comportó con la primera pareja.
Dios propone, no impone. Dios atrae por amor en libertad, no por manipulación.
Acuérdense de la parábola de los invitados a la boda (Mt 22,1-14). Unos
escuchan su invitación; acogen el reino,
entran en su dinámica y se dejan transformar por su fuerza interior. Otros no
escuchan la buena noticia, la rechazan, se niegan a abrirle las puertas de sus
vidas a Dios y se quedan definitivamente fuera de la salvación.
Jesús
se dedicó con pasión, con todas las fuerzas de su ser, día y noche, hasta el
último suspiro en la cruz a ofrecer a los hombres y al mundo el don del Reino
de Dios. Es el núcleo central de su
predicación, su convicción más profunda, la pasión que sostiene todas sus
actividades y que lo lleva incluso a entregar su vida en el sufrimiento y el
dolor. Este Reino, en esta etapa, no es ante todo una enseñanza o una
doctrina. Es una presencia, una persona.
La presencia amorosa de un Dios Padre que vuelca sobre la humanidad toda la
fuerza de su perdón, de su gracia, de su salvación (Cf Jn 3,16). El Reino se hace visible, palpable, audible, gustoso
en la persona, la vida, la actuación, las actitudes y posturas de su
Hijo Jesús. “He venido para que tengan vida y vida en abundancia” (Jn 10,10).
Eso será posible si aceptamos al Dios de Jesús en nuestras vidas y decidimos
configurar nuestro modo de existir, de relacionarnos, de tratar a Dios según el
modelo que nos ofrece Jesús.
Jesús
presenta el Reino de su Padre Dios valiéndose de parábolas. En estos últimos
domingos del año hemos oído a tres de ellas: la de las diez doncellas, la de
los talentos y la del juicio final. Habitualmente las narra pero no las explica.
De tal modo que para descubrir su mensaje, hemos de pedirle a Jesús que nos
comunique su Espíritu Santo. Solo puede abrir nuestra mente a la inteligencia
de sus enseñanzas (Cf Lc 24,45). Jesús no enseña para atiborrar nuestra mente
de conocimientos sino para darnos a conocer un modo de vivir de convivir. Por eso otro camino esencial
para captar el sentido profundo de sus mensajes es mirar cómo él se comporta
con Dios, con la gente, con sus discípulos y seguir su ejemplo (Cf Jn 13,15). Jesús es la puerta del Reino de Dios (Cf Jn
10,7). Si vivimos como él, si actuamos como él, entraremos en el Reino de Dios.
El
Evangelio de hoy nos explica cómo llega ese Reino, cómo acontece. Jesús dice
que no llega de manera espectacular o catastrófica; como un fenómeno que viene
de afuera o de arriba. Para recibirlo no hay que ir a Jerusalén, ofrecer
sacrificios, sumergirse en las aguas del Jordán. El Reino de Dios ya está entre
ustedes (Cf Lc 17,21). El Reino de Dios llega a ras de suelo, acontece en la
cotidianidad de la vida, brota en la sencillez de las relaciones humanas, florece
en la atención amorosa y compasiva de
las necesidades básicas de todo ser humano. Así nos lo revela sorprendentemente el
evangelio de hoy al presentarnos cómo va a ser el juicio final de toda la
humanidad. Cuando el Señor se siente en
su trono al final de los tiempos para juzgar, separará a la humanidad en dos
partes, como un pastor separa las ovejas de los cabritos de su rebaño. A unos los invitará a entrar en su Reino, a
otros los expulsará para siempre en las tinieblas.
Y
¿de qué criterio se vale el supremo juez para premiar a unos y castigar a
otros? Del criterio de la compasión
solidaria que cada uno haya demostrado con las personas hambrientas, sedientas,
extranjeras, enfermas, desnudas, presas.
Son las mismas categorías que aparecen a todo lo largo del Antiguo
Testamento y que son atendidas por los justos y rechazadas por los necios. Se
trata de necesidades comunes y corrientes. Demasiadas comunes y corrientes por
desgracia en esta humanidad ciega, sorda e indiferente. No son necesidades que nos superan, que no
podamos atender. Son las clásicas obras de misericordia que aprendimos desde el
primer catecismo de iniciación cristiana: saciar el hambre, calmar la sed,
acoger un ser humano, vestir un indigente, visitar un recluso, acoger un
extranjero. En el caso del enfermo y del
encarcelado ni siquiera se nos pide que lo curemos o lo liberemos sino que lo
visitemos. Hay necesidades que se deben resolver y, si están a nuestro alcance,
se nos pedirá cuenta de ello pero ante las que rebasan nuestra capacidad, la
solidaridad efectiva y afectiva no debe estar ausente.
Hoy
en día es muy pequeño el número de personas que conocen a Jesucristo, han oído
hablar de él y se guían por su evangelio. Para una gran multitud de personas es un desconocido. El momento del juicio final
será el momento de la revelación suprema
en que vendrán a conocerlo personal y directamente y contemplarán la belleza de
su rostro glorioso. Y conjuntamente con esa revelación se les hará patente
también el verdadero sentido de sus vidas. Vivieron sin que nadie se los predicara o les hablara
de él. Murieron ignorando su existencia y sus parábolas. Pertenecían a lo mejor
a otra religión. O a otra cultura. O eran gnósticos, o no creyentes. A Lo mejor hasta ateos. Pero tuvieron
un corazón compasivo, entrañas misericordiosas que se conmovieron ante el
dolor ajeno y cuando se presentó la ocasión compartieron su comida, su bebida, su
ropa, su tiempo visitando campamentos de refugiados, cárceles y mazmorras
inhumanas; llevando consuelo, alegría y esperanza. En ese momento supremo Jesús
les dirá: Todos esos gestos de amor, de misericordia, de compasión, de
solidaridad que tuvieron con esas personas la tuvieron también conmigo. Compartiste tu mercado conmigo, tu garrafón
de agua conmigo, tu ropa conmigo, tu tiempo conmigo, tu afecto conmigo, tu
amistad conmigo. Me diste un pedazo de tu vida: “Ven, bendito de mi Padre, toma posesión del Reino
preparado para ti desde la creación del mundo” (Cf Concilio Vaticano II, LG No
16) .
La
descripción de los pequeños contenida en este evangelio no es exhaustiva. De
acuerdo a otros textos, los “más pequeños” pueden ser también los más débiles y
sencillos, los extraviados, los que fallan. A nosotros los seguidores de Jesús
que hemos recorrido bajo su Palabra y su enseñanza este año, domingo tras
domingo, nos toca vivir estas mismas actitudes entre nosotros mismos, entre
pastores y rebaño, entre hermanos y hermanas, entre bautizados de distintas
denominaciones cristianas. Ya Jesús nos
había dicho en otro lugar del evangelio: “El
que los recibe a ustedes, me recibe a mí y el que me recibe a mí, recibe al que
me envió y quien de un dé un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños sólo
porque es discípulo mío, les aseguro que no se quedará sin recompensa” (Mt
10, 40-42). Ya sabemos ahora cuál es la recompensa prometida. Hay dos presencias sagradas de Jesús en
persona muy cerca de nosotros: la presencia en la eucaristía y la presencia en
el pobre y el pequeño. Es posible que, por alguna razón, cuando vengo a misa no
pueda acceder a la presencia eucarística en la comunión, pero la otra presencia
siempre estará cerca de mí y podré acceder a ella. Nunca estará lejos de mí la
posibilidad de abrirle la puerta a Jesús en la presencia real y personal del
necesitado. “Lo que hiciste con el más pequeño, conmigo lo hiciste”.
Que
el camino cristiano recorrido este año haya hecho de ustedes y de mi, hermanos
y hermanas, servidores fiables y competentes, alertas y prudentes, convencidos
que las demás personas, sobre todo los que más sufren, son Jesucristo mismo a
mi lado. En el camino de la vida no existen los extraños. Solo hay hermanos.
Nunca nos tropezamos con anónimos sino con personas habitadas por el amor
infinito de Jesús. En mi trato y acogida con algunos de ellos en particular me
estoy jugando mi salvación eterna.
Maracaibo 23 de
noviembre de 2014
+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo
de Maracaibo
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