Muy
queridos hermanos y hermanas,
Seguimos
acercándonos al final del año litúrgico. El evangelio de este domingo nos ubica
en Jerusalén donde Jesús consumará su misión salvadora. El texto de hoy forma
parte de una serie de polémicas suscitadas por los adversarios de Jesús con la
finalidad de desacreditarlo ante el pueblo y justificar su enjuiciamiento. El inicio del texto hace alusión a la trampa
que le tendieron los
saduceos con una pregunta sobre la fe en la resurrección y de la cual Jesús se libró con las armas de
las Sagradas Escrituras.
Ahora son los fariseos
los que lo ponen a prueba con la pregunta sobre cuál es el mayor de los
mandamientos de la Ley. Los fariseos estudiaban a fondo las Escrituras,
dedicaban buena parte de su tiempo a escrutarlas y a enseñarlas en sus escuelas
y sinagogas. En tiempo de Jesús, se
habían ya acumulado muchos estudios sobre la materia y los judíos disponían de
una cantidad enorme de normas, costumbres, leyes, grandes y pequeñas para
regular la observancia de los Diez Mandamientos. Existían alrededor de 630. Por
eso se debatía con ardor cuál era la relación y jerarquía entre tantos mandamientos. Unos decían: “Todas las leyes
tienen el mismo valor, tanto las grandes como las pequeñas, porque todo viene
de Dios. No nos compete introducir distinciones en las cosas de Dios”. Otros
decían: “Algunas leyes son más importantes que otras y por lo tanto más
obligatorias”. Era tema de discusión entre especialistas, entre expertos y como
estaban convencidos que Jesús no era ningún experto en la materia le hacen la pregunta
para que su ignorancia lo ponga en ridículo ante el pueblo.
El Señor responde
citando dos textos de la Sagrada Escritura. Primero el famoso “Shema Israel”,
texto que los judíos piadosos recitaban varias veces al día, colocaban en su
frente y en el dintel de sus puertas: “¡Amarás
al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente!”
(Cf. Dt 6,4-5). “¡Éste es el más grande o el primer mandamiento.” Pero
sorpresivamente no se queda allí sino que cita otro texto clásico del Viejo
Testamento: El primero y fundamental no es el único. Hay un segundo mandamiento
que es semejante al primero: “Amarás a tu
prójimo como a ti mismo” (Lev 19,18). Y concluye: “De estos dos
mandamientos penden toda la ley y los profetas”.
Dicho con otras
palabras, ésta es la puerta para llegar a Dios y al prójimo. No existe otra.
Entre los dos sintetizan los diez mandamientos. Los tres primeros están
dirigidos directamente a Dios; los 7 restantes al prójimo. La más grande tentación del ser humano es la de
querer separar estos dos amores. Ocuparse solamente de Dios ignorando al
prójimo es caer en un espiritualismo desencarnado o peor aún en un
fundamentalismo inhumano y cruel. Colocar al hombre en lugar de Dios es la
puerta para construir un mundo injusto y desigual, donde unos pocos viven bien
a costilla de multitudes hambrientas y abandonadas a su suerte.
El Beato Paulo VI decía
que pretender construir un mundo sin Dios lleva inexorablemente a la existencia
de un mundo contra el mismo hombre. El camino para llegar a Dios es el hombre.
El camino para llegar al hombre es Dios. Son dos caras de una misma moneda.
Esta verdad nos la reveló el mismo Jesús en el misterio de su persona: el Hijo
de Dios hecho hombre en el seno de María.
Así se nos presentó el Señor con estas palabras: “Yo soy el camino, la Verdad y la Vida”. (Jn 14,6). El Verbo Encarnado es el camino de
la Iglesia. Solo el amor al hombre concreto nos conduce a Dios y solo la fuerza
del amor de Dios en nuestros corazones, derramado por el Espíritu Santo, (Cf Rm
8,5) nos capacita y nos impulsa a amar al prójimo, a cualquier prójimo, a todo
prójimo como merece ser amado. Es la
lección de la parábola del Buen Samaritano (Cf Lc 10,25-37). “Nadie puede amar
a Dios a quien no ve si no ama a su hermano a quien ve”, concluye el apóstol
San Juan.
Este es el camino que
nos mostró con el testimonio de su vida el Venerable José Gregorio Hernández,
ilustre científico y médico venezolano y cristiano de gran envergadura, lustre
y gloria del laicado católico de este país. Buscó afanosamente a Dios en el
silencio de la Cartuja de la Farnetta, en la vida clerical, en los padres
Sacramentinos. Y el Señor le mostró que si quería servirlo y darle gloria debía
de hacerlo atendiendo a los jóvenes universitarios, a los campesinos de su
tierra natal y a los pobres de Caracas en calidad de catedrático, de científico
y de medico. Hoy a 150 años del nacimiento de tan ilustre compatriota,
imploramos la misericordia divina para que, por su intercesión, se produzca el
milagro tan esperado y pueda así ser llevado a los altares. José Gregorio es ya
un modelo de santidad para muchos de nosotros. Su vida nos inspira y nos empuja
a servir al Señor en nuestros hermanos con dedicación, entrega y alegría. Pero
sería sin duda mucho más grande la dicha y mucho mayor el impacto de su ejemplo
sobre nuestro pueblo y sobre la Iglesia entera si llegará a ser inscrito en el
catálogo de los beatos y más adelante en el de los santos.
Mientras eso ocurre
acordémonos que no le podemos rendir culto público, que no podemos colocar su
imagen en nuestros templos, iglesias y capillas y no podemos introducir su
nombre en letanías litúrgicas. Si mandamos a celebrar misas por favores
concedidos la intención ha de ser siempre por su pronta beatificación. Solo la
Iglesia a través del Santo Padre puede declarar oficialmente su santidad cuando
considere que se han cumplido todos los requisitos para ello. Oremos pues con
humildad y confianza para que muy pronto, cuando Dios lo tenga dispuesto, se
produzca este feliz acontecimiento. Lo más importante de todo esto ha de ser
que aprendamos todos a amar a Dios por encima de todo y a nuestro prójimo como
nos amó Jesús. ¿Cuál es la medida del amor de Jesús? Llegar a amar hasta ser
capaz de dar la vida por nuestro prójimo. Hacia allá debemos caminar. Que esta
eucaristía nos impulse a todos en esa dirección.
Maracaibo 26 de octubre
de 2014
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