Homilía
pronunciada en la Misa de Acción de Gracias
por
la Beatificación de Don Álvaro del Portillo,
Obispo
y Prelado del Opus Dei.
Muy
queridos hermanos y hermanas,
Fidelis servus et
prudens quem constituit Dominus super familiam suam: Siervo fiel y prudente a
quien ha puesto el Señor al frente de su familia.
El pasado 27 de Septiembre, en la vasta esplanada de Valdebebas, en las afueras
de Madrid, la procesión de entrada de la Solemne Misa de Beatificación de Don
Álvaro del Portillo, avanzaba acompañada por este canto litúrgico tomado del
libro de los Proverbios, que subraya la fidelidad del hombre prudente a quien
Dios pone al frente de su casa.
La
Fidelidad, virtud emblemática del nuevo Beato, era cantada por el coro y la
solemne armonía de aquel canto llenaba el ambiente de un alegre recogimiento.
Además, la multitudinaria asamblea, en sí misma, reflejaba maravillosamente la
universalidad de la Iglesia. Y también, de alguna forma, la universalidad de esa partecita de la
Iglesia que es la Prelatura del Opus Dei.
El
Señor me concedió la dicha de estar entre los concelebrantes. Desde la inmensa
tarima donde quedé ubicado, delante del portentoso ensamble coral, pude abrazar
con la mirada y el corazón la hermosa asamblea de fieles y contemplar de algún
modo la belleza del Pueblo de Dios, “reino
de sacerdotes y nación santa, pueblo adquirido en posesión para anunciar las
grandezas del que los llamó de la oscuridad a su luz admirable” (1Pe 2,9). Desde
el presbiterio, también bajo numerosas mitras, nos sentíamos gozosos parte de
ese pueblo bendito; allí también se encontraban todos los colores, blancos,
amarillos, cobrizos, negros, marrones, todas las combinaciones que, como
afirmaba San Josemaría, el amor humano es capaz de lograr.
En
la multiforme nave de aquella singular iglesia, reunión de convocados al aire
libre, decenas de miles de personas compartían el gozo y la paz que brota de
los corazones que quieren vivir la alegría del evangelio. Todos reunidos en la
asamblea litúrgica, el pueblo fiel, aquella inmensa muchedumbre de laicos, la
presencia de múltiples carismas que adornan la iglesia con la vida religiosa, y
los tres órdenes del ministerio sagrado, presididos por el Cardenal Ángelo
Amato, representante del Papa Francisco, quien en definitiva había dispuesto
para ese día la Beatificación de Don Álvaro. Allí estaba la Iglesia que alaba a
Dios en sus Santos y Beatos, y que sigue proclamando el amor de Dios en un
mundo lleno de odios, rencores y violencias. Todo lo que allí estaba
aconteciendo nos llevaba a proclamar: “Un
solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios que es Padre de todos,
que está sobre todos y habita en todos” (Ef 4,5)
Vir fidelis multum
laudabitur. El varón fiel será muy alabado.
¡Que realidad más hermosa es la fidelidad!
La fidelidad a lo largo del tiempo es el nombre del amor, decía
Benedicto XVI, y es una gran verdad. Todos necesitamos permanecer en el amor,
como dice San Juan, si queremos saber que significa amar en Dios, ser amados
por El y amar en su nombre (Jn 15,9-10).
La
gran tragedia que nos amenaza hoy es “la
globalización de la indiferencia” como la llama el Papa Francisco; radica
en vivir tan encapsulados en nuestra propia autorreferencialidad que pasamos de
largo, como el sacerdote y el levita, sin fijarnos siquiera en el que yace
tirado herido y abandonado a la orilla del camino (Cf Lc 31-32).
“Los cristianos insistimos en nuestra
propuesta de reconocer el otro, de sanar las heridas, de construir puentes, de
estrechar lazos y de ayudarnos mutuamente” (EG 54 7 67). La fidelidad en el
amor es el antídoto que nos propone el beato Álvaro del Portillo.
Dios
no es un ser estático, digno de amor pero indiferente hacia nosotros. Dios, que
sabe que necesitamos amarle, sale a nuestro encuentro y nos facilita el camino.
A veces usa circunstancias, o cosas o personas que nos ayudan a encontrarlo y
seguirlo. En el caso de Don Álvaro esa persona fue San Josemaría Escrivá.
Decía
el Papa Francisco en la cariñosa carta que le dirigió a Mons. Echevarría,
Prelado del Opus Dei, con ocasión de esta Beatificación, en Madrid “tuvo lugar sobre todo el acontecimiento que
selló definitivamente el rumbo de la vida del joven Álvaro: el encuentro con
San Josemaría Escrivá, de quien aprendió a enamorarse cada día más de Cristo”.
Desde
el comienzo, aquel joven estudiante de ingeniería de caminos canales y puertos,
comprendió que su seguimiento del Señor se materializaba en un seguimiento
fidelísimo al Fundador del Opus Dei. La providencia de Dios movió sus hilos y,
salvo un tiempo durante la Guerra Civil española, Don Álvaro estuvo siempre
junto a San Josemaría. Una vez ordenado sacerdote, fue su confesor y, a su
muerte, fue elegido para sucederle como Padre y Pastor de esa porción del
pueblo de Dios que es la Prelatura.
Son conmovedoras algunas
anécdotas que manifiestan esa unidad fortísima que sostuvo siempre con San
Josemaría. La siguiente la narra Encarnación Ortega. Ocurrió después de una
operación de apendicitis que se realizó el 26 de febrero de 1950, y que resultó
mucho más complicada de lo previsto y en la que se hizo necesario aumentar la
dosis de anestesia. «Después de llevarlo del quirófano a su habitación, el
cirujano, acercándose a la cabecera de la cama, empezó a llamarlo para
despertarle: — ¡Don Álvaro! ¡Don Álvaro! Pero él permanecía sin dar señal de
haber oído. Entonces el Padre, desde los pies de la cama, dijo a media voz: — ¡Álvaro,
hijo mío! Y don Álvaro abrió los ojos. Al contárnoslo, decía el Padre con
orgullo: —Don Álvaro hasta anestesiado obedece».
El suceso se completa con
el episodio que nos ha dejado escrito Joan Masià. «Algún día después de la
intervención quirúrgica, nuestro Padre me pidió que le acompañara a visitar al
enfermo. En la habitación estábamos los tres solos y don Álvaro estaba
delirando todavía (...). No hacía más que repetir esta frase: “Yo quiero
trabajar junto al Padre, con todas mis fuerzas, hasta el fin de mi vida”. Como
solo decía estas palabras, una y otra vez, nuestro Padre y yo, muy emocionados,
casi con lágrimas en los ojos, tuvimos que abandonar la habitación».
Hasta
ese punto tan profundo iba la decisión de Don Álvaro, quien, como alguna vez se
le escucho decir al nuevo Beato, veía en San Josemaría “el conducto
reglamentario” para identificarse con Jesucristo.
Y,
precisamente porque lo aprendió de San Josemaría, el Beato Álvaro tuvo siempre
su corazón abierto a toda la Iglesia. Cuidando como es lógico, en primer lugar,
de su pusilux grex, de su pequeño rebaño. Y al mismo tiempo, manteniendo una
notable sensibilidad por las necesidades
de la Iglesia universal.
Don Álvaro, simultaneando sus trabajos
internos en el Opus Dei, trabajo mucho en asuntos de la Santa Sede, ya desde
los años 50. Luego, durante el Concilio
Vaticano II, laboro arduamente en la etapa preparatoria y después durante el
desarrollo del Concilio. Y más adelante continuo colaborando. A la muerte de San Josemaría, además de Secretario General del Opus Dei,
era Consultor de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, de la
Congregación para el Clero y de la Pontificia Comisión para la revisión del
Código de Derecho Canónico. Y una vez al frente de la Obra continuó su callada
y eficaz colaboración con la Sede Apostólica.
Son
múltiples y unánimes los testimonios de hermanos suyos en el episcopado de cómo
Don Álvaro vivió, siempre, una unidad efectiva y afectiva con el Santo Padre y
la conciencia de pertenecer al colegio de los obispos, con una profunda
humildad y sentido de responsabilidad.
Fue
un Pastor a la medida del Corazón de Jesús. Para todos es una
gracia del Señor contar con un nuevo intercesor en el Cielo, ahora que nos hace
tanta falta la ayuda y la fuerza del Señor para seguir adelante en este mundo
nuestro, en esta Patria nuestra, sumida en tantas calamidades y hambrienta y
sedienta de ser amada y servida con honestidad y desinterés.
Le
pido a Dios, a través del Beato Álvaro del Portillo, que nos conceda la
serenidad, la alegría y la fortaleza que requerimos para llenar de esperanza
nuestro corazón y los corazones de las familias, de nuestra gente, ante el reto
de ir adelante en estas circunstancias llenas de incertidumbre y dificultades.
Que
la conciencia de la filiación divina, el sabernos y sentirnos hijos de Dios,
fundamente nuestro buen ánimo para perseverar en el cumplimiento ordinario de
los deberes de cada día, esa santificación del trabajo cotidiano que fue el
quicio de la identificación con Cristo en el Beato Álvaro.
No
puedo terminar sin referirme a la Santísima Virgen María. Y lo hago como un
niño pequeño con la oración que le enseño a Don Álvaro su mamá y que el nuevo
Beato recito durante toda su vida: «Dulce Madre, no te alejes / tu vista de mí
no apartes / ven conmigo a todas partes / y solo nunca me dejes. / Ya que me
proteges tanto / como verdadera Madre / haz que nos bendiga el Padre, / el Hijo
y el Espíritu Santo». Amen.
Catedral
de Maracaibo, 18 de octubre de 2014
+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo
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