FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA DE NAZARET 2019/A
HOMILÍA
Muy queridos hermanos y hermanas,
Dentro de la fiesta de la Navidad, la Iglesia nos invita a fijar nuestra mirada en la familia que se ha constituido con José, María y Jesús. Al lado de ellos también encontramos la familia de Zacarías, Isabel y Juan el Bautista. Los acontecimientos que nos narra S. Lucas de estas dos familias transcurren en un ambiente de alabanzas al Señor por su inmensa misericordia. En los dos capítulos que recorren estos relatos encontramos los cantos de María, de Zacarías, de los ángeles, de Simeón.
Todos se centran en reconocer que con la llegada de Jesús al mundo, Dios cumple las promesas mesiánicas en favor de su pueblo, y particularmente de los pobres, de los “anawin”: es decir de lo que supieron perseverar y esperar su venida: las dos familias, los pastores, Simeón y Ana conforman ese pequeño resto de Israel, que reciben con gozo los primeros anuncios de la Buena Noticia de la salvación.
En el texto evangélico que nos narra la presentación del niño en el templo, la acogida que les brindan Simeón y la profetiza Ana y el retorno de la familia a Nazaret, Lucas condensa cómo se dio el misterio de la Encarnación. “El Verbo se hizo carne y plantó su carpa entre nosotros” (Jn 1,14). El Hijo de Dios se volvió en todo semejante a nosotros y asumió la condición de siervo, excepto en el pecado (Heb 4,15).
De los treinta y tres años que vivió entre nosotros, treinta transcurrieron con sus padres en el pueblo de Nazaret, a tal punto que llegó a ser conocido como el Nazareno. Si uno quiere saber cómo fue la vida del Hijo de Dios en esos años, tiene que tratar de conocer la vida de cualquier habitante de ese poblado en aquella época, cambiar el nombre y ponerle el nombre de Jesús. S. Pablo comenta que “se hizo semejante a los hombres y mostrándose como uno más entre ellos, se humilló y se hizo obediente hasta la muerte” (Fil 2,7-8).
Durante esos treinta años, Jesús fue un nazaretano más, sin llamar en lo más mínimo la atención sobre su condición divina. No han faltado quienes han querido fantasear episodios extraordinarios, haciéndolo peregrinar a Egipto o a la India para aprender la sabiduría de esos pueblos. No hay absolutamente nada de eso en la vida del Señor. Lucas resume esas tres décadas en la siguiente frase: “El niño crecía y fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él”. Y en otro lugar dice: “el niño crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres” (Lc 2,52).
Crecer en sabiduría significa asimilar los conocimientos, la experiencia humana acumulada a través de los siglos de hominización; los tiempos, los ritos, las fiestas, los remedios caseros, las plantas, las celebraciones familiares, las costumbres, en una palabra, la cultura de su pueblo galileo del siglo primero. Esta sabiduría la asimiló viviendo con su gente, conviviendo con su comunidad natural, relacionándose con sus coterráneos, compartiendo sus labores.
Crecer en edad significa recorrer las diferentes etapas de la vida: el nacimiento, la infancia, la adolescencia, la juventud, la adultez. Es el peregrinaje de cada ser humano con sus alegrías, sus tristezas, sus enfermedades, sus descubrimientos y aprendizajes, sus contradicciones y sus amores. Esto lo aprendió viviendo y conviviendo con su madre María, con su padre nutricio José, con sus primos, sus tíos, parientes y vecinos, yendo los sábados a la sinagoga, peregrinando a Jerusalén.
Crecer en gracia, significa la experiencia peculiar que tuvo Jesús en su relación con su Padre Dios: descubrir la presencia de Dios en su vida, sentir su acción providencial en los acontecimientos cotidianos, escuchar, en un momento dado, su llamada y descubrir cuál era su vocación, al encarnarse en esta tierra. Esta dimensión peculiar de su crecimiento interior Lucas la resume en la respuesta que el niño les dirigió a sus padres, cuando después de haberlo extraviado en el transcurso de una peregrinación a Jerusalén, lo hallaron en el templo, en medio de los doctores de la Ley. En ese momento les dijo: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo estar en los asuntos de mi Padre?” (Lc 2,48-49). El gran aprendizaje, en esta dimensión, fue la de someterse, con humildad y fidelidad, pasare lo que pasare, al cumplimiento de la voluntad de su Padre (He 4,8).
En estas tres dimensiones Jesús contó con el ejemplo de sus padres. Tanto José como María crecieron también en sabiduría, edad y gracia delante de Dios y de los hombres. Supieron trasmitir a Jesús la cultura de su pueblo sencillo y campesino. Por eso Jesús sacará de esa reserva cultural la gran mayoría de sus enseñanzas, parábolas y ejemplos. Jesús siempre valorizó la cultura de los campesinos, de los labriegos y de los pastores. Y por eso supo llegar al corazón de sus oyentes y discípulos. Con José y María aprendió a colocar los planes de Dios por encima de los demás preceptos y criterios de acción. Estuvo al lado de su padre hasta su muerte y antes de expirar confió a su madre al cuidado de Juan.
Jesús no solo honró la familia de la sangre y de la tierra, mostrándola como camino privilegiado para alcanzar la madurez y la plenitud como ser humano. También dejó muy en claro que el venía a inaugurar una nueva familia: la familia del Reino, que no se configura por lazos de la carne ni de la sangre, sino por la escucha, la meditación, la asimilación y la puesta en práctica de la voluntad de Dios (Mc 3,31-34). Esta nueva comunidad familiar es la Iglesia. Y poco a poco, nos fue revelando que el modelo primordial por el que él se guio en esta tierra fue su familia trinitaria, y su deseo ardiente de que esta familia se ensanchara, hasta integrar en ella la gran familia de la humanidad entera. “En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones; si no fuere así se lo habría dicho, porque voy a prepararles un lugar” (Jn 14,1).
Las tres familias se complementan. En las tres estamos llamados a trabajar arduamente para construir una mejor humanidad. El único modelo humano que hace al ser humano en su plenitud de crecimiento en sabiduría, edad y gracia es la familia heterosexual, acogedora de la vida, constructora de relaciones humanas, generadora de personas convivenciales. Es en ella que se constituye la otra familia, la familia Iglesia doméstica, célula fundamental de la Iglesia.
Pero no podemos olvidar la gran tarea de trabajar para romper todas las barreras que dividen y separan a los hombres para constituir según el deseo de Jesús, la gran familia humana, basada en la fraternidad, el respeto a la dignidad de cada uno, la acogida mutua y la construcción permanente de la paz como fruto de la justicia. En todo ello nos ha de guiar la palabra de Jesús: “He venido para que todos tengan vida y la tengan en abundancia”. (Jn 10.10). “Cuando yo sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mi” (Jn 12,32). “Tengo otras ovejas que no pertenecen a este corral; a esas tengo que guiarlas para que escuchen mi voz y se forme un solo rebaño con un solo pastor” (Jn 10, 16).
Carora, 29 de diciembre de 2019
+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo emérito de Maracaibo
Administrador apostólico “sede plena” de Carora
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