DOMINGO
XXXI ORDINARIO CICLO C 2019
HOMILÍA
Muy queridos hermanos,
El capítulo 18 del evangelio
de Lucas está lleno de muchas cegueras. Ceguera de un juez que no quiere
atender los justos reclamos de una viuda, ceguera orgullosa y prepotente de un fariseo
en su modo de orar y de relacionarse con sus semejantes; ceguera de un joven
rico que prefiere sus riquezas a seguir a Jesús; ceguera de los apóstoles que
en cada uno de esos episodios “no
entendieron nada, el asunto les resultaba oscuro y no comprendían lo que Jesús
hacía, les decía y les anunciaba”.
¡Jesús
Hijo de David, ten piedad de mí!
La narración de la curación
de un ciego en la puerta de la ciudad de Jericó, sobreponiéndose con su grito
angustiado a la gente que lo quiere disuadir de llamar a Jesús, resume el grito
de la humanidad que Isaías describe en una de sus profecías: “El pueblo que caminaba en las tinieblas vio
una luz intensa, los que habitaban un país de sombras se inundaron de luz”
(Is 9, 1). Jesús está por llegar a Jerusalén. Allí con su muerte en la cruz,
irradiará sobre la humanidad postrada en las más profundas tinieblas de la
violencia, del abandono y del miedo el poderoso resplandor de la salvación:
Quedamos así preparados para
entrar con Jesús en Jericó, una de las ciudades más antiguas del mundo, 11 mil
años, entrar en la vida de Zaqueo, el jefe de publicanos, introducirnos con
Jesús en su casa y llegar incluso a penetrar dentro de su corazón. Todos los
relatos evangélicos nos transmiten la persona y el mensaje de Jesús, pero hay
algunos como el de hoy cargados de una especial densidad.
Zaqueo, pequeño de estatura,
hombre rico, jefe de publicanos, acoge el reino de Dios como un niño.
Humillándose y arrepintiéndose de su pasado, encuentra la salvación que viene
de Dios en Jesús Cristo buen Samaritano (Lc 10, 29-37), que nos viene al
encuentro a buscar y salvar lo que estaba perdido (Lc 19, 10).
Nadie
queda fuera del poder salvador que emana de Jesús
Este
Zaqueo podrá ser un recaudador de impuestos, que se ha enriquecido al servicio
del imperio romano, ejerce un oficio de colaboracionista del poder opresor,
pero el piso se le está moviendo por dentro, no está a gusto con lo que está
haciendo; y por encima de todo un deseo se ha ido metiendo en el corazón, un
deseo que no logra refrenar ni callar: Quiere ver quién era Jesús. Él también
está ciego, como el ciego de la puerta de Jericó, que Jesús acaba de curar. Y él
quiere ver, ver a Jesús.
Varios obstáculos se
interponen para lograrlo. Es un recaudador de impuestos. Incluso un chivo. Es
rico. Se ha enriquecido a costillas de sus compatriotas; se le interpone una
muchedumbre novelera y curiosa y es retaco. Un oficio execrable sin duda, pero
ha oído que entre los discípulos de Jesús anda un tal Mateo, publicano
convertido (Mc 2,13-17). ¿La riqueza? Ya sabe lo que opina Jesús de los ricos
apegados codiciosamente a los bienes de la tierra (Lc 18,24-25). Por eso ya ha
empezado por su cuenta, a compartir sus bienes con los pobres, nada menos que
la mitad y quiere ajustar sus cuentas con los que haya defraudado. Y el último
obstáculo lo va a superar de un modo sorprendente. Sin miedo a exponerse al
ridículo y a la mofa de sus conciudadanos, se encarama en un árbol por donde va
a pasar Jesús.
¡Hoy
tengo que hospedarme en tu casa!
Y el encuentro se produce,
pero no del modo en que Zaqueo lo había pensado. Él pensaba verlo pasar. No
será así. Será Jesús quien lo verá a él. El Señor alzó la vista y no solamente
lo miró, sino que además le dijo que se bajara pronto de allí “porque hoy tengo que hospedarme en tu casa”.
Este momento fue inefable en la vida de aquel hombre. Él pensaba solo verlo
pasar. Jesús le da entender que no quiere pasar; quiere quedarse. Una cosa es
pasar y chao la vida sigue igual; otra cosa es quedarse. “Hoy tengo que hospedarme en tu casa”. Bajó enseguida y lo recibió
con alegría.
Jesús va a entrar en la casa
de Zaqueo; Zaqueo va a entrar en la casa y en la vida de Jesús. Jesús no viene
pasar, hacer un toque técnico e irse. Quiere quedarse. Se hizo uno de nosotros
y vino a este mundo, a la casa de los seres humanos, para invitarnos a su casa,
para introducirnos en su intimidad familiar, a hacernos hijos de su Padre,
hermanos suyos, coherederos del Espíritu Santo.
Cuando Jesús entra en la
casa de una familia, cuando alguien le abre la puerta del corazón, con él llega la salvación. Así sucedió
con el ladrón crucificado junto con él, en el Gólgota. Le imploró a Jesús que
se acordara de él cuando estuviera en su Reino y recibió esta respuesta: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el
paraíso” (Lc 23, 42-43). “Vino a los
suyos, nos recuerda S. Juan, y los
suyos no lo recibieron. Pero a los que lo recibieron, como este publicano, a los que creen en él, los hizo capaces de
ser hijos de Dios” (Jn 1,11-12).
Si Jesús toca a la puerta de
tu casa y tú le abres, con él entrará también la salvación y te corresponderá
invitándote a entrar en su casa. “Mira
que estoy a la puerta llamando. Si uno escucha mi llamada y abre la puerta,
entraré en su casa y cenaré con él y el conmigo” (Ap 3,20). Ya está el
Señor a punto de pasar por tu Jericó. Se apresta a pasar por tu calle. Ninguna
condición humana es incompatible con la salvación. Mi hermano, ¿Ha llegado ya
la salvación a tu casa? ¿Cómo están tus ansias, tus deseos de ver a Jesús?
¿Sabes que él ha venido precisamente a buscar y salvar lo perdido?”
Maracaibo 3 de noviembre de
2019
+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo emérito de Maracaibo
Administrador Apostólico sede plena de Carora
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