domingo, 20 de mayo de 2018

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTES B 2018

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTES B 2018
Lecturas: Hech 2,1-11; Salmo 103; 1 Co 12,3-7.12-13; Jn 20,19-23
“Habían sido ya cumplidos los designios de Dios sobre la tierra; pero era del todo necesario que fuéramos hechos partícipes de la naturaleza divina de aquel que es la Palabra, esto es, que nuestra vida anterior fuera transformada en otra diversa, empezando así para nosotros un nuevo modo de vida según Dios, lo cual no podía realizarse más que por la comunicación del Espíritu Santo. Y el tiempo más indicado para que el Espíritu fuera enviado sobre nosotros era el de la partida de Cristo, nuestro Salvador” (S. Cirilo de Alejandría).
Mis queridos hermanos,
Pentecostés es la fiesta del Espíritu Santo. Jesús se lo había prometido a sus discípulos cuando les anuncio su salida temporal de este mundo. Les había pedido que permanecieran en oración en torno a su madre María, en espera orante del cumplimiento de esa promesa. Hoy festejamos el cumplimiento de esa promesa. El Libro de los Hechos nos narra que todos estaban reunidos en el cenáculo, concentrados en oración, cuando se produjo su llegada. Primero se produjo un ruido potente parecido a un viento impetuoso. Luego aparecieron lenguas como de fuego que se posaron sobre cada uno de los presentes. Comenzaron entonces a hablar en diferentes idiomas. ¡Estaba llegando el Espíritu Santo para quedarse definitivamente con la humanidad entera!
Así lo da a entender San Lucas al comentar, en los versículos siguientes, que la multitud de gente que se aglomeró en torno al lugar, procedentes de todas las naciones del mundo, se quedaron asombrados al oír hablar a esos galileos en sus propios idiomas proclamando las grandezas de Dios. El acontecimiento provoca admiración, perplejidad y sobre todo apertura de corazón. Todo esto ocurrió, cincuenta días después de la Pascua.
Pentecostés es el nombre de una de las más importantes fiestas judías, conocida también con el nombre de la fiesta de las semanas, dedicada a recordar la estancia del pueblo de Israel en el monte Sinaí (Dt 16,9-10). El Libro del Éxodo (Ex 19) describe cómo con gran despliegue de estruendo y fuego, Dios se hizo presente y selló una alianza con las doce tribus y les entregó la Ley, para hacer de ellas el pueblo de Dios. Esta fiesta judía quedó como una figura profética que ahora llega a su complimiento.
Hoy, como en aquel entonces, Dios se hace presente, en medio del estruendo y del fuego, y constituye un nuevo pueblo, que no está constituido solo por 12 tribus, sino por todas las naciones de la tierra. El nuevo vínculo que los une no será una ley escrita sobre tablas, sino el Espíritu Santo, que habitará en los corazones de cada creyente. Si los judíos, en el primer Pentecostés, celebran la fiesta de la alianza, los cristianos, reunidos en el cenáculo, celebran la nueva y definitiva alianza, sellada con el Espíritu en lo hondo del corazón humano, tal como lo había profetizado Jeremías (Jer 31,31-35).
Si en la torre de Babel (Gen 11,5-9), se produjo la dispersión de la humanidad por la confusión de las lenguas y el orgullo humano, ahora es el Espíritu, la tercera persona de la Trinidad, quien llevará adelante la reunificación de la humanidad, de la cual la Iglesia es un sacramento.  Así la presenta el Concilio Vaticano II: “La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (Constitución Lumen Gentium No 1). Desde entonces, la gran misión de la Iglesia en este mundo, es la comunión, siguiendo el modelo de la misma Santísima Trinidad, tres personas en un solo Dios, unidas indisolublemente por el vínculo del amor mutuo.
Jesús le había dicho también a los suyos, antes de ascender a los cielos, que el Gran Don de Dios, es decir el Espíritu Santo, vendría sobre ellos y recibirían su fuerza “para ser sus testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines de la tierra” (Hech 1,8). Es por eso que, desde el mismo momento en que el Espíritu irrumpe sobre ellos, salen a la calle y empiezan a proclamar sin miedo, a Jesucristo y su Buena Nueva de salvación.
Esta sigue siendo la misión de la Iglesia: dar testimonio de unidad, de comunión, de fraternidad. El Espíritu Santo es el gran Maestro, la gran herramienta con la cuenta la Iglesia y los cristianos para llevar a cabo ese mandato. Ya no será solo Jesús el poseedor del Espíritu, ni solo los apóstoles, ni solo algunos cristianos. Ahora serán todos los vivientes de este planeta los que podrán recibirlo. Es la primera gran afirmación que hace Pedro inmediatamente después de recibir el don del Espíritu, citando la profecía del profeta Joel: “Sucederá en el final de los tiempos que derramaré mis Espíritu sobre todos los vivientes” (Jl 3,1-5).
Y la gran fuerza unificadora de la humanidad que nos comunica a todos el Espíritu es el amor. “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5,8). Se inicia una nueva humanidad, regida por el amor de Cristo comunicado por el Espíritu Santo, en lugar de la vieja humanidad de Adán, de Caín y de sus descendientes, una humanidad de hombres y mujeres iguales en dignidad, un nuevo pueblo, que tiene a Cristo por cabeza, integrado por hijos e hijas de Dios, iguales en dignidad, y en cuyo corazón habita el Espíritu Santo. Su ley fundamental: el nuevo mandato de amar como el mismo Cristo nos amó (Jn 13,34). Su misión última: dilatar más y más el Reino de Dios en este mundo, ya iniciado por el mismo Dios en la tierra. Su fuerza y motivación primordial: la esperanza de llegar a la consumación cuando Cristo se manifieste y recapitule toda la creación y la humanidad y la coloque a los pies de su Padre y así esté El todo en todos (Cfr LG 9b y 1 Co 15,26-28).
A todos los cristianos, miembros de la Iglesia, nos toca, por consiguiente, por un lado, luchar arduamente para erradicar de este mundo toda clase de discriminaciones, exclusiones, esclavitudes, para que, como dice Pablo “no haya distinción entre judío y griego, entre esclavo y libre, entre varón y mujer, sino que seamos todos uno en Cristo Jesús” (Gal3,38).  Y por otro, proponer modelos de familia, de comunidad, de asociaciones pequeñas, medianas y grandes, en todos los campos, donde se viva a fondo la reconciliación, el encuentro, el entendimiento, la integración, la fraternidad, la vida comunitaria. Acabar con la civilización del hombre lobo del hombre y edificar la civilización de la fraternidad universal.
Todo eso es posible, solo si llevamos dentro de nosotros la fuerza del Espíritu. ¡Es grande el vacío del hombre si Él nos falta por dentro! (Cfr. Secuencia de la misa de hoy). Sólo Él nos puede llevar a la verdad completa y abrir nuestras inteligencias al sentido profundo de las Escrituras. Sólo Él nos puede llevar a la fe en la presencia de Jesús en la hostia consagrada y en el hermano pobre y desamparado. Sólo Él puede arrancar nuestro corazón cainítico e injertar en nosotros el corazón palpitante de Jesús, para dar nuestras vidas por el bien del prójimo.
Sólo Él nos comunica la fuerza para enfrentar victoriosamente las asechanzas del Maligno y vencer sus tentaciones. Sólo Él, “en una humanidad dividida por las enemistades y las discordias (…) hace posible que los enemigos vuelvan a la amistad, los adversarios se den la mano, y los pueblos busquen la unión”. Solo Él con su acción eficaz consigue que las luchas entre hermanos se apacigüen, crezca el deseo de la verdadera paz, basada en la justicia; “que el perdón venza al odio y la indulgencia a la venganza” (Cfr. Plegaria eucarística de la reconciliación II). Sólo con Él es posible superar la civilización egolátrica y materialista y construir una nueva humanidad basada en el servicio y la amistad entre los pueblos.
Todos, mis queridos hermanos, necesitamos pedir este Don del Espíritu Santo para tener el empuje y el entusiasmo necesarios para ser, en Cristo Jesús, testigos de la vida y de la fraternidad verdaderas y poder trabajar activamente en la transformación integral de Venezuela en la casa común de una sola familia donde vivamos como hermanos con las puertas abiertas al mundo entero.
¡Ven, Espíritu Santo! renueva los corazones de nosotros tus fieles y ¡enciende en nuestros corazones el fuego de tu amor!
Maracaibo, 20 de mayo de 2018
+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo

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