DOMINGO XXX ORDINARIO CICLO A
HOMILÍA
LOS DOS AMORES QUE DIOS HA UNIDO NO LOS SEPARE EL HOMBRE
Seguimos avanzando hacia el final del año celebrativo. El evangelio de hoy se sitúa en un contexto polémico. Los adversarios de Jesús, en esta etapa final de su ministerio público en Jerusalén, agudizan sus ataques y hostigamientos para desacreditarlo ante el pueblo y las autoridades locales e imperiales. Esta vez son los fariseos que lo ponen a prueba con una pregunta capciosa sobre cuál es el mayor de los mandamientos. Era un tema polémico y muy debatido como los planteados anteriormente por los doctores de la Ley y los saduceos sobre el pago del impuesto al César y la resurrección de los muertos. Jesús concluyó estas dos discusiones con frases impactantes que quedan para siempre en la memoria: “Denle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (v 22). “Dios no es un Dios de muertos sino de vivos” (v. 32).
Sobre el tema de los mandamientos las opiniones estaban divididas. En la época de Jesús se había tejido una red de 613 prescripciones y normas, entre pesadas y ligeras, en torno y a partir de los 10 mandamientos mayores. Unos maestros, como el célebre Shammay, opinaban que todos los mandamientos de Dios eran de igual importancia. Otros estudiosos, como el Maestro Hillel, opinaban que había una jerarquía: unos mandamientos eran de mayor importancia que otros.
Hay que decir además que los fariseos que le hacen la pregunta, eran líderes religiosos que daban un valioso testimonio de estudio de la Palabra de Dios, de vida austera y rigurosa y de defensa de la libertad del pueblo de Israel. Pero muchos de ellos habían caído en la pretensión de colocar el centro de la fe en la rígida observancia de la Ley y de todos esos mandatos. Se consideraban separados (este es el sentido de la palabra fariseo en hebreo), distintos de los demás, sobre todo del populacho ignorante y por consiguiente imposibilitado de conocer y practicar los mandamientos. Aplicaban rígidamente la norma de pureza legal en la casa, en la calle y en el templo con personas y cosas. En el capítulo que sigue al que estamos leyendo Jesús les echa en cara su conducta separatista, excluyente y orgullosa.
La pregunta que le hacen entonces estos fariseos le va a permitir a Jesús no solamente dar su respuesta. Si. Hay una jerarquía en los mandamientos. Hay dos que están primero y por encima de los demás. Ya sabemos nosotros cuáles son: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el más importante y primer mandamiento. El segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Estos dos mandamientos no se encuentran juntos en el Pentateuco. Uno está en Dt. 6,5. El famoso Shemá Israel. Los judíos piadosos recitaban esta frase tres veces al día. El segundo está en Lev. 19,18.34, dentro de una colección de preceptos diversos.
La novedad de la respuesta de Jesús es juntar y equiparar a los dos. Para él ambos resumen todo el Antiguo Testamento. Son inseparables. Ambos son la puerta real para acceder a Dios. Una vez más aquí no se puede separar lo que Dios ha unido (Cf Mt 19,7). A Dios no se puede llegar sino a través del prójimo. No se puede adorar a Dios, rendirle culto a Dios, glorificar a Dios sin pasar por la alcabala del prójimo.
En otro diálogo con un maestro de la Ley, reportado por San Lucas, el Señor aclara el sentido de la palabra prójimo. Los líderes religiosos de su época enseñaban que la palabra prójimo se refería al compatriota y también al emigrante (Cf Lev 19,34). Jesús amplía su sentido y lo vuelve totalmente incluyente. Prójimo es el otro. Cualquier ser humano de cualquier raza, color, lengua, cultura, religión y condición. No hay límite. El Beato Paulo VI acuño esta bella afirmación: “Todo hombre es mi hermano”. Y San Juan Pablo II nos dejó está frase en su primera encíclica: “El hombre es el camino para llegar a Dios” (RH 14).
A lo largo de los siglos los seres humanos siempre hemos tenido la tentación de separar estos dos amores y de querer rendirle culto a Dios separadamente del mandamiento del amor al prójimo. De esa manera intentamos aquietar nuestra conciencia y dejar a los demás, particularmente los pobres y pequeños podrirse en su miseria y abandono. El individualismo y el egoísmo son dos anti-mandamientos por los que mucha gente- y también naciones enteras- se guían en su comportamiento diario.
La enseñanza de Jesús en esta materia desborda los linderos de la religión y se aplica al conjunto de la cultura humana. Los seres humanos y las naciones que los agrupan no habrán alcanzado su verdadera estatura y dignidad hasta que vean al otro como un hermano y no como un enemigo, un adversario, un sospechoso, un hereje, un ser a explotar, comerciar y oprimir. Las ideologías políticas y los postulados religiosos radicales que se basan en la lucha de clases y en el odio y la venganza; los líderes que se afianzan en el poder dividiendo a la población, son fórmulas viejas que pertenecen al pasado de la humanidad. Esa no es la dirección del futuro. De humanos a hermanos ese el salto cuántico del futuro de la humanidad.
También muchas personas quieren saber qué es lo que define a un creyente como buen cristiano. ¿Estar bautizado? ¿Ir a misa todos los domingos? ¿Hacer novenas? ¿Ayunar? ¿Rezar el rosario? Todos estos actos sin duda son muy buenos y es altamente saludable practicarlos. Pero todos ellos solo serán gratos a Dios y lo glorificarán en verdad si van acompañados de la práctica cotidiana y persistente del amor al prójimo.
La conducta de Jesús a lo largo de todos los evangelios no deja lugar a dudas. El enseña lo que hace. Y quiere que sus discípulos sigan su camino. En su evangelio Juan nos entrega esta frase del Señor que resume lo que él desea: “Les he dado el ejemplo para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes” (Jn 13,15). El ejemplo de Jesús es una vida apasionada de amor por el ser humano. Comenta Mateo que al ver Jesús la multitud, sus entrañas se estremecieron porque estaban cansadas y abandonadas como ovejas sin pastor (Cf Mt. 9,36). Todos los que va encontrando en su camino son dignos de su amor, de su perdón, de sus curaciones y milagros: el leproso, la prostituta, el extranjero, la adúltera, el endemoniado, el publicano, el ciego indigente a la orilla del camino. San Pedro resume así la vida del Señor: “Dios ungió con el Espíritu Santo y poder a Jesús de Nazaret, que pasó haciendo el bien y sanando a todos lo que estaban oprimidos por el Diablo, porque Dios estaba con él.” (Hech 10,38).
El camino cristiano es el del aprendizaje de ese mismo amor. Pasar por la vida haciendo el bien a quien Dios ponga en nuestro camino: Mi cónyuge. Mis hijos. Mis alumnos. Mis compañeros de estudio, de trabajo. No hay dos caminos. Este es el único. “Si alguien dijera amo a Dios, pero aborrece a su hermano sería un mentiroso porque quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1 Jn 4,20). Los cristianos tenemos toda la vida para poner en práctica estos dos mandamientos que en Jesús se vuelven uno.
Jesús no nos da solamente la enseñanza. Nos enseña cómo practicarlo. Y sobre todo nos da su Espíritu Santo, que infunde en nuestros corazones la fuerza de amar (Cf Rom. 5,5; Ez 36,27)). Se nos da a sí mismo en la comunión eucarística para que nos vayamos “cristificando”, nos vayamos “projimizando”, haciéndonos expertos y especialistas en juntar a los seres humanos en hermanos y romper poco a poco, empezando por nuestro entorno inmediato, los cercos que separan y excluyen a los seres humanos. Es una tarea pendiente y urgente. Hoy millones y millones de seres humanos mueren porque nadie los ha hecho hermanos.
Ojalá podamos transformar en programa de vida esa hermosa consigna de San Ireneo: “La gloria de Dios es que el hombre viva”, que no hace más que recoger el propósito por el cual el Hijo de Dios vino a este mundo, se hizo hombre, murió en la cruz y resucitó: “He venido para que todos tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). Hagamos esto nosotros también y viviremos.
Maracaibo 29 de octubre de 2017
+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo
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