SEGUNDO
DOMINGO DE CUARESMA 2017
HOMILIA
CAMINAR JUNTOS CON CRISTO HACIA LA PASCUA
Muy
queridos hermanos y hermanas,
Hoy
iniciamos una nueva etapa del camino cuaresmal. Este domingo contrasta con el
domingo anterior. El Evangelio del
domingo pasado nos mostró la humanidad de Jesús sofocando las tres tentaciones
que el demonio le presentó para impedir que llevara a cabo la misión que el
Padre le ha encomendado. Hoy, en cambio, nos muestra el esplendor refulgente de
su divinidad y oímos una vez más la voz de su Padre, como en el bautismo en el
Jordán (Cf Mt 3,17), reconociéndolo como su Hijo muy amado e invitando a los
tres discípulos, testigos de su transfiguración, a escucharlo y a tomar en
serio el camino que él ha escogido para llevar a cabo su misión mesiánica. Es
un camino escabroso que pasa por la ignominia de la cruz, pero es el único que
desemboca en la vida nueva de la Resurrección.
El
evangelista Mateo reseña que allí, en lo alto de una montaña elevada, Jesús fue
“transfigurado”. Entendemos por transfiguración la manifestación de su
divinidad, de la cual, según un himno paulino, se había despojado para asumir
la condición de una persona normal y corriente (Fil 2, 7-8). San Mateo la
describe como un cambio que se produjo en el rostro y en los vestidos de Jesús.
“Su rostro empezó a brillar como el sol y
su ropa se hizo blanca como la luz”. El sol y la luz son elementos
naturales de los que se valen los escritores bíblicos para describir de algún
modo la presencia de lo divino en las realidades humanas, y por contraste
asocian las tinieblas y a la oscuridad a la ausencia de Dios.
Mateo
se vale de estos símbolos para describir, con una cita del AT, el momento en
que Jesús sale de su casa familiar en Nazaret para iniciar su ministerio
público y su predicación en Galilea: “El
pueblo que habitaba en las tinieblas vio una gran luz y a los que habitaban en
una región de sombras mortales una luz les iluminó” (Mt 4,16). Zacarías y
su esposa Isabel se sienten envueltos en esa misma irradiación con el don de un hijo en la vejez, Juan Bautista, y
así lo cantan: “Por la entrañable
misericordia de nuestro Dios nos visitará un sol que nace de lo alto para
iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte y guiar nuestros
pasos por los caminos de la paz” (Lc. 1, 78-79). El profeta Malaquías utiliza
la misma terminología para describir el efecto que produce la irrupción de Dios
en la vida de un ser humano que vive según los mandatos de Dios: “Pero a los que respetan mi nombre los
alumbrará el sol de justicia que trae la salvación en sus rayos” (Mal 3,20;
Cf Jue 5,31).
Jesús
se transfigura en presencia de tres de sus discípulos, que tendrán más adelante
un papel decisivo en el inicio de la difusión del Evangelio del Reino dentro y
fuera de Palestina. Al transfigurarse ante ellos, los transforma en testigos de
su verdadera identidad, de la naturaleza salvadora de su misión y del camino
escogido para llevarla a cabo. El es Hijo de Dios hecho hombre que el Padre, en
su infinito amor y misericordia, ha enviado al mundo para sacar a los hombres
de las tinieblas de la muerte y del pecado y llevarlos a vivir en su verdadera
condición de hijos de Dios, de hermanos unos de otros y de coherederos del
Reino de libertad y de gracia, de amor, de justicia y de paz.
Lo
acontecido en lo alto de esta montaña, que la tradición identifica con el monte
Tabor, quedará profundamente grabado en la mente y el corazón de Pedro. Años
más tarde, en su segunda carta, dará testimonio de lo que allí ocurrió, que oyó
la voz del Padre, desde la nube, pidiendo que siguiera a su Hijo. Allí aprendió
que él y todos los discípulos del Señor debían de guiarse en sus vidas por la Palabra divina “como lámpara que brilla en un lugar oscuro”
(2 Pe 1, 16-21). Cuando todo lo que allí
vivió se confirmó en el Gólgota y en la mañana resplandeciente de la
Resurrección, Pedro quedó con la firme convicción de que Dios lo llamaba a él,
a sus compañeros y a todas las comunidades cristianas del futuro a esperar,
según su promesa, “cielos nuevos y una
tierra nueva en los que habite la justicia” (2 Pe 3,13).
Desde
hace ya once años este domingo de Cuaresma ha sido escogido para inaugurar la
Semana de Doctrina Social de la Iglesia. La realización de esta importante
iniciativa es el fruto de una acción mancomunada del Foro Eclesial de Laicos,
fundado por el querido y recordado Dr. Jorge Porras, laico insigne y ejemplar, la Universidad Católica Cecilio Acosta, a
través del Centro de Estudios de
Doctrina Social de la Iglesia, y la parroquia Claret.
La Semana
de Doctrina Social de la Iglesia en Maracaibo obedece a un imperativo del
Magisterio pontificio, repercutido en Latinoamérica por todas las Conferencias
Generales del Episcopado Latinoamericano y del Caribe y concretamente en
nuestro país por el Concilio Plenario de Venezuela. Inspirados en los
postulados del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, hemos querido
darle concreción a la directriz pastoral
contenida en el No 163 del documento
conciliar venezolano “La contribución de
la Iglesia a la gestación de una nueva sociedad”. Allí se considera el estudio, el conocimiento y la
aplicación de los grandes principios y criterios de la DSI como una de las
grandes herramientas para contribuir en la construcción de una Venezuela más
justa, fraterna y solidaria.
En
este documento se detectan las graves deficiencias de nuestro actual sistema
político: el resurgimiento del militarismo, el predominio del Estado, el
centralismo, la creación de mecanismos de aparente participación que en
realidad son excluyentes, el peligro del mesianismo político, el paternalismo,
el uso clientelar de las políticas sociales, el debilitamiento de las
organizaciones de base, comunitarias y vecinales, la corrupción administrativa
generalizada. Todo incide en el gravísimo empobrecimiento del país (Ibídem NN. 4-46).
Estos males, diagnosticados hace ya más de 15 años, lejos de disminuir, se han
ido agravando desmesuradamente. A todos
ellos hay que sumar la hambruna, la carencia de insumos y medicamentos, la
inseguridad y la anarquía, males que están causando un lento genocidio de la
población venezolana, particularmente de los más pobres, y la fuga masiva al
extranjero de gente joven y talentosa.
Hoy
con gran dolor debemos hacer nuestras las palabras bíblicas: somos un pueblo
que camina en las tinieblas y en sombras de muerte y aún no vemos asomarse ese
sol que nace de lo alto y nos trae en sus rayos la justicia social, la
convivencia y la paz. Cómo quisiéramos que se produjera un cambio rápido y
profundo y en poco tiempo recuperáramos la patria que amamos y sus valores
perdidos. Pero hemos de ser conscientes de que la solución completa no está a
la vuelta de la esquina porque la gran mayoría de nuestros dirigentes políticos
siguen pensando en forma excluyente,
carecen de valores éticos y morales sólidos y bien fundamentados, son presa fácil de los grandes intereses
económicos y políticos internacionales, están dominados por el ansia de poder, no vacilan en enriquecerse a base de
corrupción y rapiña y no están dispuestos a dar su vida por el bien y el
progreso de su pueblo, particularmente de los más pobres y abandonados.
No
debemos cansarnos de denunciar estas iniquidades. Pero eso no basta. Debemos sobre
todo dedicar todas nuestras fuerzas a sembrar esperanza y a preparar mujeres y
hombres honestos y competentes que amen con pasión a su pueblo y se entreguen
con mística y tesón al noble ejercicio de la Política, como ciencia y arte de
asegurar en justicia y equidad el bien común, partiendo de los pequeños y de
los pobres.
Los
pastores y agentes pastorales hemos cometido una grave omisión al no haber
promovido e impulsado, como en otros tiempos, la formación de hombres y mujeres
de fe para meterse de lleno y con tesón en el campo de la política, capacitados
para influir significativamente en las decisiones que afectan a la nación en
los campos cultural, social, político y económico. Tenemos que superar el rechazo
y el miedo a trabajar en este campo y dejar de satanizar el desempeño del
servicio público. Hemos dejado el nicho de la política vacío y lo han ocupado,
con sus debidas y honrosas excepciones, gente
ignorante y corrupta, enferma de populismo perverso, que han pervertido el
sentido de la verdadera democracia, han dividido a los venezolanos, han
destruido nuestro sentido de convivencia y fraternidad y han clavado en el
corazón de la patria el morbo del odio y del resentimiento.
Por
eso es menester que los católicos del tiempo presente se formen debidamente
para actuar en el campo socio-político: “Los
obispos, sacerdotes y religiosos orientarán y apoyarán la formación
socio-política de los venezolanos en la línea de la construcción de la paz y de
la justicia. Insistirán en la participación política de los seglares (los
laicos) como una opción de servicio y compromiso en la construcción de nuevos
modelos de sociedad” (CIGNS 153). Lo que no sembremos hoy no lo
cosecharemos mañana. Esta semana social dedicada al tema “La comunidad política y la Iglesia católica”, prestigiada por la
presencia de pastores y especialistas de gran valía, quiere contribuir a la
consecución de este propósito. Ojalá en
nuestras parroquias, grupos, movimientos y comunidades cristianas surjan
iniciativas similares.
El
misterio pascual que nos preparamos a celebrar en este tiempo de Cuaresma es
para nosotros una poderosa fuente de esperanza. Las lecturas de hoy nos ha
traído la gran figura de Abraham, que a pesar de su edad y de grandes
dificultades, fue elegido para iniciar la formación del pueblo de Israel y
cumplió a cabalidad su misión. Como San Pablo nosotros podemos decir también
que gracias a la presencia de Dios en nuestras vidas “estamos acosados pero no angustiados, desorientados pero no
desesperados, perseguidos pero no abandonados, derribados pero no aniquilados” (2
Co 4,8).
Desde
el Tabor que es esta eucaristía, sabemos que Dios que resucitó al Señor Jesús,
también nos resucitará con Jesús, que “todo
contribuye al bien de los que amamos a Dios” y que “en todo saldremos más que vencedores gracias a Dios que nos ha amado en
Cristo”. Que ni muerte ni vida, ni ángeles ni principados, ni lo presente
ni lo futuro, ni los poderes ni las alturas, ni las profundidades, ni cualquiera
otra creatura podrá robar nuestra esperanza ni separarnos del amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús, nuestro
Señor (Cf Rom 8,28.37-39).
Hermanos
y hermanas, fortalezcamos nuestra fe, guiémonos por la Palabra de Dios “como
lámpara que ilumina nuestra oscuridad”, alimentémonos con el pan de vida,
caminemos firmes con nuestra Madre María de Chiquinquirá llenos de esperanza de
que saldremos de las tinieblas y sombras de muerte y aparecerá en el horizonte
de nuestro país el cielo nuevo y la tierra nueva en la que habite la justicia,
el sol radiante que nos traerá en sus rayos el ansiado don de la paz. Amén.
Maracaibo
12 de marzo de 2017
+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo
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