DIÓCESIS DE CARORA
ADMINISTRADOR
APOSTÓLICO
DOMINGO XXI DEL TIEMPO ORDINARIO A/2020
HOMILIA
Lecturas: Is 22, 19-23; Sal 137; Rm 11,33-36; Mt 16,13-20
Muy amados
hermanos y hermanas en Cristo Jesús Nuestro Señor,
Los
evangelios de este domingo y el próximo forman una unidad y nos llevan a
reflexionar sobre la naturaleza de nuestra relación con Cristo Jesús y nuestro
grado de adhesión a él.
En el texto
evangélico de hoy es el mismo Jesús quien toma la iniciativa de indagar,
primero sobre lo que la gente dice de él y seguidamente sobre lo que sus mismos
discípulos dicen de él. Son preguntas decisivas para Jesús, porque se acerca el
momento de emprender la ruta hacia Jerusalén para consumar su misión en la
pasión y la cruz, y es menester que sus discípulos y Pedro, en particular,
sepan quién es él y estén preparados para seguirlo por el camino mesiánico
escogido por el Padre para llevar a cabo su misión. Ambas preguntas van también
dirigidas a nosotros y es importante que nos confrontemos con cada una de
ellas. ¿Quién es Jesús para ti, para mí? ¿Quién ha de ser Jesús para todo
cristiano? Como vamos a ver la pregunta se puede responder “desde la carne y la sangre”, o desde la
fe dada por el Padre.
El lugar
escogido para llevar a cabo la encuesta, en los confines de Israel con Siria,
es muy significativo: en las fuentes del río Jordán, a los pies de un enorme
farallón rocoso, llenos de nichos utilizados para toda clase de cultos
idolátricos, cerca de Cesarea de Filipos, ciudad construida por Herodes en
honor a César Augusto y a él mismo. A la primera pregunta los discípulos le
contestan que la gente lo ve como un profeta, como un nuevo Elías, o Jeremías,
o Juan Bautista o el profeta que, según Moisés, ha de venir al final de los
tiempos (Cfr. Dt 18,15).
Desde “la
carne y sangre”, han surgido a lo largo de la historia, infinidad de respuestas
sobre Jesús. Lo colocan al lado de Buda, Sócrates y Confucio, como una de las
cuatro personalidades determinantes de la civilización humana. La figura que
parte en dos las eras de la historia: antes de él y después de él. Según los
vaivenes de la moda, de las corrientes culturales o de figuras prominentes, los
“influencers” y los “coachs” de ayer y de hoy, la figura de Jesús ha ido desfilando
bajo los más diversos y coloridos ropajes: Jesucristo superestrella, hippie
ecologista, liberador nacionalista, gurú egipcio, maestro trascendido,
taumaturgo panta-sanador. La lista es larga. Son figuras pasajeras sin ningún
impacto real y profundo en las vidas de sus espectadores o consumidores.
Muchos
católicos nos podemos ver tentados de quedarnos con este Jesús, el de la carne
y de la sangre. Acudimos regularmente a misa los domingos, escuchamos la
Palabra de Dios, comulgamos incluso, damos el diezmo o la limosna ocasional,
pero su impacto sobre nuestra vida personal, familiar, moral, social y
económica es irrelevante: No nos cuestiona, no llega a cambiar nada
significativo y profundo en nuestras vidas, seguimos viviendo bien anclado en
nuestras zonas de comodidad.
No es este el
nivel de relación, de adhesión, de profesión de fe que Jesús espera de los
suyos. Por eso no se contenta con saber que dice la gente de él. Quiere saber
quién es él para sus discípulos. Volvamos a las fuentes del Jordán. “Y ustedes ¿quién dicen que soy yo?”.
Esta vez Simón Pedro contesta en nombre de todos: “Tu eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Jesús inmediatamente lo
llama dichoso porque esa respuesta no brota ni de su carne ni de su sangre,
sino del Padre del cielo directamente.
Anteriormente Jesús había alabado a su Padre
por ocultarle las realidades del reino de los cielos a los sabios y entendidos
y dárselas en cambio a conocer, a la gente sencilla, (Mt 11,25). Pedro
pertenece a esa categoría de gente en quienes el Padre se complace (Cfr. Mt
13,17). Le tocó a él; por eso Jesús lo llama dichoso. Es dichoso,
bienaventurado, como lo fue la Virgen María, cuando dijo FIAT, porque de su
aceptación y fe nació Jesús y de la profesión de fe de Pedro y de los demás
apóstoles con él, hace brotar Jesús una nueva fuente de vida para los hombres:
la Iglesia.
Centrémonos
en las tres dichas que brotan de la profesión de fe de Pedro. En primer lugar,
Jesús le cambia el nombre. Ya no se llamará Simón Bar Jonás (hijo de Juan), sino
Cefas, (roca, piedra en arameo), Pedro en griego. Pasa de ser “Simón-poca-fe”
(Cfr. Mt 14,31) a “Pedro-roca-fe”. En la nueva comunidad de Jesús, Pedro será
Kefas, piedra, es decir sólido fundamento de referencia. En ese momento, Pedro
está muy lejos de ser roca. Al contrario, es piedrita de escándalo en las
sandalias de Jesús, como lo veremos en el evangelio del domingo que viene. Pero
Jesús confía en él. Le va tocar recorrer un camino largo y doloroso para estar
en capacidad de sostener y fortalecer a sus hermanos (Cfr. Lc 22, 31-32) pero
llegará a ser Pedro-Roca. ¡Y qué roca! Él y sus sucesores.
Pedro recibe
las llaves del Reino de los cielos para abrir y cerrar, atar y desatar, es
decir, autoridad para reconciliar a los miembros de la Iglesia entre ellos y
con Dios. Uno de los puntos en que más insiste el evangelio de Mateo cuando
presenta como han de vivir las comunidades discipulares del Reino es
precisamente en la reconciliación y el perdón. La reconciliación sigue siendo
una de las grandes tareas de los cristianos tanto dentro de sus comunidades
como en las sociedades y culturas en que se desenvuelven, regidas muchas de
ellas por la cultura de la crueldad, del exterminio, del genocidio, la
retaliación y la venganza.
Pedro es
colocado como piso y fundamento de la Iglesia, la nueva comunidad de Jesús. “Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y el
imperio de la muerte no la vencerá”. Así como las fuerzas del infierno no
pudieron con la persona de Pedro a pesar de haber llegado, con la negación, a
las puertas del abismo, porque Jesús oró por él, le enseñó a mirarlo a los ojos
y a llorar su miseria, su fragilidad y pobreza, así tampoco podrá hacer
naufragar la nave de la Iglesia si ella tiene también sus ojos fijos en él, se
reconoce pobre, débil, pecadora pero construida sobre la roca virgen de su
Señor (Cfr. Ap 21,14). A la Iglesia se le puede aplicar el lema de la ciudad de
Paris, tomado del teólogo de la antigüedad cristiana Hipólito: “fluctuat nec mergitur” “batida por las olas, pero no se hunde”. «Mar es el mundo en el que la Iglesia como nave en el piélago
es batida por la tempestad, pero no se va a pique» (“De
Christo et Antichristo,59, 4-5)”.
La pregunta
de Jesús a sus discípulos no es una pregunta de catecismo cuya respuesta ya
está dada y lo único que tenemos que hacer es aprenderla de memoria y
repetirla. Es una pregunta que requiere nuestra respuesta personal, que nos
lleve a adherirnos más a Jesús, a reconocer el lugar que él ocupa en nuestra
vida, a renovar nuestra firme pertenencia a la Iglesia fundamentada sobre la
roca de Pedro y de sus sucesores.
Lo que se
dice de Pedro vale también para nosotros. Quien tiene fe, tiene piso firme, se
parece a esa casa construida sobre roca que las tormentas y los huracanes no
pueden derribar (Cfr. Mt 7,24-25). Construyamos nuestra vida sobre Jesús, la
roca fundamental. Adhirámonos fuertemente al Señor Jesús como Pedro. Miremos “la roca de la que hemos sido tallados, la
cantera de donde hemos sido extraídos” (Is 51, 1-2). Somos de la estirpe de
Abraham, de Sara, de María, de José, de Pedro.
Firmemente
arraigados en nuestra pertenencia a la Iglesia de Cristo fundada sobre la
fe-roca de Pedro, ya no nos hundiremos en las aguas turbulentas de esta vida.
Pueden venir persecuciones, epidemias, pruebas y dolores de toda clase, pero si
Dios Padre nos hace don de esa misma fe por medio de su Hijo Jesús,
aguantaremos hasta el final y nos salvaremos.
A
lo mejor el evangelista Juan avizoró todas las profesiones de fe de los
pequeños y sencillos sobre las que se sigue fundamentando la Iglesia de Cristo
y de Pedro a o largo de los siglos, cuando al final de su evangelio concluyó: “Muchas otras cosas hizo Jesús. Si
quisiéramos escribirlas una por una por una, pienso que los libros escritos no
cabrían en el mundo” (Jn 21,25).
Carora 23 de
agosto de 2020
+Ubaldo R
Santana Sequera FMI
Administrador
apostólico sede vacante de Carora
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