DOMINGO
XXII DEL TIEMPO ORDINARIO A/2020
Lecturas: Jer 20,7-9; Sal
62,2-6.8-9; Rm 12,1-2; Mt 16,21-27
HOMILIA
Muy amados hermanos y
hermanas en Cristo Jesús,
La escena de hoy sigue
inmediatamente la del domingo pasado. A la profesión de fe de Pedro, inspirada
por el Padre del cielo, “Tu eres el
Mesías, el Hijo de Dios vivo”, Jesús le contestó con otro: “Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré
mi Iglesia”. “Ya no te llamarás Simón Bar Jonás, sino Cefas, Piedra”; y le
entrega tres importantes misiones. Inmediatamente
después les ordena, tanto a él como a los demás discípulos presentes, guardar
secreto sobre su identidad de Mesías.
La razón de esta sorprendente
prohibición la encontramos en el evangelio de hoy. Jesús presiente que el
camino que él se ha dispuesto recorrer va a provocar un choque violento en sus
discípulos. Las cosas debían de quedar bien claras para que no se llamasen a
engaño. Por eso decide iniciar un nuevo ciclo de enseñanzas sobre un tema que
hasta ahora no había abordado con ellos. El Evangelio de hoy las resume en
cuatro puntos. El Hijo del hombre tiene que subir a Jerusalén. Tiene que ser sometido
allí a crueles padecimientos, tiene que morir y al tercer día resucitar. Subir,
sufrir, morir y resucitar. No se trata de un fatalismo al que el Señor se ha de
someter ciegamente, sino de una opción de vida conscientemente asumida, de un
acto de obediencia a una voluntad superior profundamente sabia y amorosa: la de
su Padre.
Si, tiene que quedar claro
que él es el Mesías. Pero un Mesías sufriente, que redime la humanidad por el
camino, ya profetizado por Isaías, del aquel misterioso servidor de Dios,
abrumado y desfigurado por el dolor, que se echa sobre sí los pecados de su
pueblo, consciente que es el camino pasajero que desemboca en la gloria de la
vida para él y para el mundo (Is 52,13-53).
La reacción de repudio de Pedro
ante esta revelación es una reacción, humanamente comprensible, si se quiere:
Dios no puede permitir que semejante barbaridad se produzca. ¡Eso no te puede
suceder, Señor! Pedro no entiende el final resucitador, pero si le queda claro
lo que es sufrir, morir. Y siente lo que sentimos todos ante el dolor, el
sufrimiento y la muerte: huir de ellos, alejarlos lo más posible de nuestras
vidas y de la vida de nuestros seres queridos.
Nos encontramos, mis queridos
hermanos, en el mero meollo del evangelio del Reino que Jesús ha venido a traer
al mundo y que se resume en su propia persona y en el modo cruento y doloroso
en que consumara su misión. Pedro lo rechaza de plano. Pero Jesús lo coloca en
su lugar. Sin quitarle la confianza a su piedra elegida, lo increpa
severamente, le hace ver que ahora es el mismo Satanás, y no Dios, el que está
hablando por su boca, y le manda a ocupar su lugar de discípulo.
¿Cuál es ese lugar de
discípulo? El Señor se los revela
entonces de una vez: el lugar del discípulo es el mismo que el de su maestro.
Lo que le va a suceder a él, es el lote de heredad que le toca también asumir a
los que quieran continuar con él. Si quieren compartir su gloria, tienen que
aceptar libremente compartir el camino que lleva a la gloria; y no hay otro que
el de la cruz. Si la primera parte del evangelio nos trazó el camino del
Mesías, la segunda parte describe con claridad el camino del discípulo.
Jesús quiere, en primer lugar,
que el que lo siga por ese camino lo siga libremente: “El que quiera seguirme”.
¡Qué importante es lo que hace aquí Jesús con los suyos! No quiere borregos. No
quiere seguidores automáticos. Quiere gente libre caminando con él y por eso es
menester que, como él y con él, renueven en el inicio de nueva y decisiva etapa
el gesto que hicieron en la orilla del lago cuando él los llamó por primera vez
y, ellos, bajo el impacto de aquel encuentro, dejaron familia, empresa, barcas
y redes y lo siguieron. Los actos conscientes de libertad hay que renovarlos al
inicio de cada etapa importante de nuestras vidas y también cuando decidimos
emprender el seguimiento discipular cristiano.
Hemos de educarnos para estar
en capacidad de realizar opciones libres y saber educar para formar a nuestros
hijos, nuestros alumnos, nuestros seguidores para hacer opciones libres y
conscientes. Solo la verdad hace libres, nos dice el Señor. Los que nos
camuflan la verdad, nos la edulcoran, nos la venden falsificadas y amañadas, no
quieren nuestro verdadero crecimiento como seres humanos. Buscan manipularnos,
obtener nuestro voto, nuestra aceptación forzada, impuesta, pero no nos quieren
libres. Jesús si.
Aceptar libremente su camino
discipular sin condiciones, arrastra consigo las otras tres condiciones que
Jesús enumera: negarse a sí mismo, cargar su cruz y seguirlo. Negarse a sí mismo significa no anteponer nada al
seguimiento. El valor de Jesús es tan grande que se es capaz de dejar de lado
aquello que pueda ir en contradicción con Él y sus enseñanzas. Llevar la cruz
implica el estar prontos a dar la vida. Se puede entender como: la radicalidad
de quien está dispuesto a ir hasta el martirio por sostener su opción por
Jesús; o como la fortaleza y perseverancia frente a los sacrificios y
sinsabores que la existencia cotidiana del discípulo comporta; o también como
la capacidad de “amar” y de transformar la adversidad en una fuente de
vida a fuerza de amor paciente y
fecundo.
Seguir a Jesús, fielmente como
al Maestro único de la vida, como alguna vez propuso san Francisco de Asís; ser
discípulo es poner cada uno de nuestros pasos en las huellas dejadas por
nuestro Maestro y Señor.
Se trata de colocarse en las
huellas de un hombre que murió en una cruz no en una cama. Jesús nos pide que
le entreguemos nuestra vida. Que nos arriesguemos a entrar en su óptica
espiritual de la vida en la que el sufrimiento, el dolor, el quebranto y el
llanto no tienen explicación en sí, pero tienen su lugar, entran en una
dinámica de amor, de servicio, en aras de la consecución de un bien mayor que
de allí va brotar: el bien para los hermanos y la vida eterna para nosotros.
Más adelante, ya en las puertas de la consumación de todo, Jesús nos dará la
profunda y hermosa explicación del grano de trigo, muy apropiada para quien se
quiso quedar con nosotros como pan de vida: “Si el grano de trigo caído en tierra no muere, queda solo; pero si
muere da mucho fruto” (Jn 12, 24).
El hombre con vocación de
almacenista no tiene razón de ser a los ojos de Jesús. No quiere tras de sí a
borregos ni tampoco acaparadores y almacenistas de cosas perecederas y
pasajeras. Apreciarlas, disfrutarlas, pero no apegarse a ellas como si fueran
eternas. Solo es eterno el amor entregado y compartido con los más necesitados,
con los demás hermanos que nos necesitan. Si tenemos ese tesoro y lo hacemos
luz, fuerza y guía permanente de nuestra vida bajo la guía de Jesús, lo tenemos
todo. Que Santa Rosa de Lima, que hoy festejamos, y que entendió este modo de
profesar su fe en Jesús a la perfección, nos ayude a vivir así. Amén.
Carora 30 de agosto de 2020
+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Administrador apostólico sede vacante de Carora