SOLEMNIDAD
DE PENTECOSTES 2107
HOMILÍA
Concédenos, Dios todopoderoso,
seguir siempre realizando en toda nuestra vida
el espíritu de estas fiestas pascuales, que hemos celebrado.
(Oración colecta del sábado de la VII semana del TP).
Padre
Max Güerere y equipo de formadores del Seminario,
Padre
Nedward Andrade, párroco de S. Juan de Dios/ Ntra. Sra. De Chiquinquirá
Diácono
Permanente Roger Camacho
Queridos
seminaristas, personas de especial consagración,
Integrantes
de Grupos Ars, de la Fundación Santo Tomás de Aquino y Acemar.
Amados
hermanos y hermanas,
Hoy nos recogemos bajo el
manto de Santa María de Chiquinquirá, Madre de Jesús, Madre de la Iglesia, para
celebrar llenos de gozo con ella, la gran fiesta de Pentecostés. Con esta
fiesta, que ocurre cincuenta días después de Pascua, de allí su nombre, se
cierra la gozosa celebración de la muerte y resurrección de Jesucristo, núcleo
y corazón de nuestra fe. A partir de mañana iremos sembrando esta semilla
pascual en el tiempo ordinario de nuestra vida de fe, esperanza y caridad.
PENTECOSTES,
UNA PROMESA CUMPLIDA
En esta gran solemnidad,
celebramos el cumplimiento de una de las grandes promesas que Jesús hizo a los
suyos, antes de que su Padre lo glorificara en la Resurrección, después de su
doloroso viacrucis: el don del Espíritu Santo.
En el Antiguo Testamento, el
Señor derramó su Espíritu sobre sus elegidos y elegidas para llevar a cabo su plan
de salvación, en distintas etapas de la historia: sobre Moisés, sobre el Rey
David, sobre los profetas, los sabios y salmistas. Dios quiso que Moisés lo
compartiera; “Apartaré una parte del
espíritu que posees, le dijo a Moisés, y se lo pasaré a ellos para que se
repartan contigo la carga del pueblo y no la tengas que llevar tu solo” (Jc
11,16-30; Cf. Ex 18,13-26). Quiso que el rey David lo compartiera con su hijo y
sucesor Salomón (Cf 1 Sam 16,13). Que Elías lo compartiera con Eliseo,
discípulo y sucesor suyo (Cf 2 Re 2, 9-14).
Pero el deseo profundo del Señor era que ese
don lo compartieran todos los miembros del pueblo elegido: “Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta
y recibiera el espíritu del Señor” (Ibid v 20). El profeta Joel será el
portador de esta profecía, que se cumplirá al final de los tiempos: “Sucederá al final de los tiempos, que
derramaré mi Espíritu sobre todos los vivientes. Entonces los hijos y las hijas
de ustedes profetizarán, sus jóvenes verán visiones y sus ancianos tendrán
sueños. En ese tiempo derramaré mi Espíritu sobre mis servidores y servidoras y
ellos profetizarán” (Joel 3,1-5; Cf Hech 2, 16-21).
Esta profecía se hace
realidad y empieza a cumplirse con el nacimiento de Jesús. Será concebido por
la Virgen María, por obra del Espíritu Santo Cf Mt 1,18; Lc 1,35). Y todo su
ministerio lo desarrollará bajo el impulso de este Espíritu. Él lo sentirá,
dentro de sí, como un fuego que quiere encender no solo en sus discípulos para
que sean “luz del mundo” sino en toda la tierra, para cumplir el deseo de su
Padre (Lc 3,16. 12,49). Cuando Pedro,
empujado él también por el Espíritu, entró por primera vez en casa de Cornelio,
oficial romano, y lo bautizó a toda su familia, presentará a Jesús en estos
términos: “Dios, , ungió con el Espíritu
Santo y poder a Jesús de Nazaret que pasó haciendo el bien y sanando a todos
los que estaban oprimidos por el diablo porque Dios estaba con él” (Hech
10,38).
Antes de su Pascua, en varias
oportunidades Jesús anuncia a los suyos que ya está cerca el cumplimiento de esta
promesa. En la sobremesa de la última Cena les revela: “Les conviene que yo me vaya porque si no me voy, el Consolador no
vendrá a ustedes. Pero si me voy lo enviaré. Cuando venga el Espíritu de la
Verdad que procede del Padre y que él enviará en mi nombre, él dará testimonio
de mí”. Y antes de su Ascensión a la derecha de su Padre, fiesta que
celebramos el domingo pasado, el Señor reitera su promesa: “Yo enviaré sobre ustedes lo que mi Padre les
ha prometido” (Lc 24,48). “Esperen
que se cumpla la promesa del Padre de la que me oyeron hablar…Dentro de pocos
días serán bautizados con el Espíritu Santo” (…) “El Espíritu Santo vendrá sobre ustedes y recibirán su fuerza” (Hech
1, 4.8). Para esperarlo, los Once regresaron a Jerusalén, se congregaron en
torno a María y 120 discípulos más y se pusieron en oración (Ibid v. 14).
PENTECOSTES: UN ACONTECIMIENTO
DEL FINAL DE LOS TIEMPOS.
Así estaban todos reunidos
cuando irrumpió el Espíritu con toda fuerza, bajo la forma de un viento
impetuoso que abrió las ventanas del Cenáculo y de unas llamaradas de fuego se
posaron sobre todos los orantes. “Todos
quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en diferentes idiomas,
según el Espíritu les permitía expresarse”. Así ocurrió efectivamente
porque, acota el texto, que al oír el ruido una multitud de tres mil personas
se congregó en ese lugar, gente de toda raza, lengua, pueblo y nación que
habían venido a Jerusalén para la fiesta judía de la Pascua y “todos quedaron asombrados, porque cada uno
les oía hablar en su propio idioma”. Gracias al Espíritu, las lenguas dejan
de ser obstáculos y confusión para la unidad de la raza humana, como lo fue en
Babel y se transforman en nuevas rutas para el encuentro de las culturas y
conformación de una sola humanidad (Cf Is 2, 1-5).
Con la irrupción del
Espíritu Santo se inicia el camino histórico de la Iglesia, nuevo pueblo de
Dios conformado por hombres y mujeres, niños y jóvenes, adultos y ancianos de
toda lengua, cultura y nacionalidad, puesto en este mundo para proclamar las
maravillas de Dios que lo sacó de las tinieblas para trasladarlo a su luz
admirable. Con ella se inicia la última
etapa del Plan de salvación, escondido en el corazón del Padre desde toda
eternidad, hecho manifestado en la persona de Cristo, difundido y comunicado
ahora por el Espíritu. Él es el
protagonista principal de esta última etapa de la historia de salvación, antes
del regreso triunfal de Jesús, en la parusía, como Rey de reyes y Señor de
señores. Nos encontramos pues en los últimos tiempos. Lo que falta es la
consumación final de todo, cuando Cristo Jesús vuelva en su gloria para poner a
los pies del trono de su Padre toda la humanidad.
SIEMPRE ES
PENTECOSTES
Pentecostés
no fue un elemento aislado. Es un acontecimiento permanente, actual. No hubo un
solo Pentecostés. El libro de los Hechos narra varias efusiones del Espíritu
Santo sobre familias y comunidades. Siempre
que se derrama el Espíritu sobre bautizados que pertenecen a una comunidad es
Pentecostés. Cuando unos bautizados reciben el sacramento de la Confirmación y
se incorporan militantemente a su Iglesia, es Pentecostés. Cuando bautizados
fundan hogares en el matrimonio sacramental o se entregan a Dios en la vida
consagrada, el presbiterado o el diaconado, es Pentecostés.
Él
es la fuerza creadora fundamental de la Iglesia para que se constituya en el
nuevo pueblo de Dios, sacramento universal de salvación, cuerpo de Cristo y
Templo del Espíritu. Él es el que reparte dones, funciones y carismas a los
miembros del pueblo de Dios y desde esa rica diversidad ministerial, construye
y mantiene viva la unidad entre todos (Cf Segunda lectura de la misa). Con su
presencia y su energía la Iglesia anuncia la fe cristiana, siembra la esperanza
en este mundo, une a los hombres entre sí y entre sí con Dios con la praxis
constante del amor servicial y misericordioso, sale, samaritanamente por los
caminos a curar y levantar heridos, y envía sus mensajeros y pregoneros del
Evangelio por el mundo entero.
Sin el Espíritu, la Iglesia no
se podría purificar, renovar; le faltaría la energía interior para abandonar sus
zonas de comodidad y dejarse empujar, por nuevos caminos, hacia gente lejana y de
otras culturas, Sin el Espíritu no hay Pentecostés posible. “Sin tu inspiración
divinal nada podemos los hombres y el pecado nos domina”, cantamos en la secuencia de hoy y lo
recitamos en el salmo responsorial: “Si
retiras tu aliento, toda creatura muere y vuelve al polvo. Pero envías tu
Espíritu que da vida y se renueva la faz de la tierra” (Sal 103,29-30).
Es curioso que digamos que
el Espíritu Santo es el gran desconocido entre los fieles de la Iglesia, cuando
en realidad es el omnipresente sin el cual nada puede ocurrir. Si no nos
dejamos conducir por el Espíritu de Jesús no seremos de Jesús, no tendremos
dentro de nosotros su mentalidad, no viviremos ni nos comportaremos como él, no
podremos renunciar a nosotros mismos y llevar nuestra cruz, no resucitaremos
con él (Cf Rm 8,11). Sin esta luz santificadora en el fondo del alma, no podremos
llegar a ser hijos de Dios (Ga 4,6; Rm 8,14-16), no nos saldrá de adentro
llamar a Dios ¡Abba, Padre! No tendrá sabor especial para nosotros el
Padrenuestro.
Sin su lumbre no
alcanzaremos nuestra verdadera estatura adulta, ser hombres y mujeres
verdaderamente libres, no sabremos orar como conviene (Rm 8,26) ni discernir
qué quiere Dios de nosotros para cumplir con alegría su voluntad. Si el
Espíritu no infunde su amor en nuestros corazones, no lograremos amar a nadie
con el ímpetu del amor de Cristo (Rm 5,8). Y sin ese amor de Cristo dentro de
todas sus relaciones, instituciones y producciones culturales, la humanidad sencillamente
permanecerá inacabada, por más evoluciones y revoluciones que produzca el
ingenio humano. Así se lo hacía entender el gran científico Einstein a su hija
en una carta al final de su vida.
PENTECOSTES, UN TORRENTE DE
AGUA VIVA
Por eso, para que la Iglesia
pueda cumplir su misión de anunciar el Evangelio, organizar al pueblo de Dios
en comunidades de fe, santidad y amor, necesita contar con discípulos
misioneros que sean audaces evangelizadores con espíritu como los llama el Papa
Francisco en su magnífica Exhortación programática “La Alegría del Evangelio”.
Cuando Jesús prometió el don
de su Espíritu a sus apóstoles antes de su Pasión, les explicó que lo
necesitaban, como Consolador, para estar y permanecer siempre con ellos (Jn
14,16-17); como Maestro para “ enseñarles
y recordarles todo lo dicho por el él” (14, 26); como Inspirador para tener audacia para dar valiente testimonio de
él “en Jerusalén, Judea, Samaria y hasta
los confines del mundo” ( Jn 15,26-27; Hech 1,8); como Gran Exorcista para
detectar la presencia del demonio bajo todas sus engañosas apariencias,
desenmascararlas, denunciarlas y expulsarlo; como Liberador para “ llevar
a los hombres a la verdad completa” de la plena comunión con Dios (Jn 16,
8-13).
El Espíritu es el único don
que Dios quiere otorgarnos sin medida. Podemos pedir todo lo que queramos. “Si ustedes que son malos, saben dar cosas
buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los
que se lo pidan! (Lc 11,13). Jesús proclama que ese Don vendrá hecho
torrente de agua viva brotando de lo hondo de todo creyente (Jn 7, 37-38) y se
desparramará, hecho caridad viva, por los cauces de la vida, sanando a su paso
toda clase de dolencias y transformando las relaciones de pecado en relaciones
filiales, fraternas y generadoras de bien común (Cf Ez 36,24-38). 47, 1-17).
Este torrente empezó a
brotar cuando Cristo, habiendo cumplido todo lo que su Padre le había mandado,
inclinó la cabeza y entregó su Espíritu” (Jn 19,30). Brotó incontenible, hecho
sangre y agua, de su costado abierto, (Ibid v. 34). Este torrente de amor
salvador es la dote rica y sobreabundante que el Padre entrega en las nupcias
de su Hijo con la humanidad redimida y reunificada tras la dispersión de Babel
Cf Gen 11, 1-9) y que está simbolizada en los 600 litros de agua convertidos en
vino añejo, por petición de su Madre, de Cana. Dios ha decidido desposarse para
siempre en fidelidad y amor con esta humanidad pecadora e infiel: “Me casaré contigo para siempre, me casaré
contigo en justicia y derecho, en afecto y cariño. Me casaré contigo y
conocerás al Señor” (Os 2, 21-22).
¡Nuestra tierra y sus
habitantes no deben desesperar pues tiene un esposo que ha sellado su alianza
con su propia sangre y nunca nos fallará! (Is 62,4). El Espíritu nos revela la verdad completa
todos los días: en Cristo, su Hijo, ¡Dios ama a su Iglesia, con amor eterno (Is
54,1-10) y la lleva, como un tatuaje grabado en su mano! (Cf Is 49,16). Por
eso, no temamos en pedirle: “¡Grábame
como un sello en tu brazo, grábame como un sello en tu corazón! “(Cant.
8,6)
SEMINARIO,
SEMILLERO DE DISCIPULOS MISIONEROS. EVANGELIZADORES CON ESPIRITU
La Iglesia escogió esta
fiesta para celebrar el día del Seminario. Porque de aquí es de donde han de
salir los discípulos misioneros y evangelizadores con Espíritu como los llama
el Papa Francisco para regar por donde sean enviados el Evangelio como un fuego
de amor que todo lo sane, lo transforme y lo lleve a Dios. En el Seminario,
dice el Papa, se trata de custodiar y cultivar las vocaciones para que den
frutos maduros. Ellos son “un diamante en
bruto”, que hay que trabajar con cuidado, paciencia y respeto a la
conciencia de las personas, para que brillen en medio del pueblo de Dios.
El Seminario es un asunto
que involucra a toda nuestra Iglesia. Los candidatos al sacerdocio deben de
surgir de familias cristianas y comunidades maduras. Una comunidad eucarística
alcanza su verdadera mayoría de edad cuando se vuelve fecunda y engendra los
servidores que se necesitan para evangelizar y celebrar la eucaristía. En
Maracaibo hay 74 parroquias y cuasi-parroquias distribuidas en ocho zonas
pastorales, Pero solo hay cuatro candidatos en el Curso propedéutico y ocho en
el Seminario Mayor. Cada parroquia o por lo menos cada zona pastoral debiera
enviar al seminario un candidato cada año. Es decir que debieran ingresar cada
año por lo menos ocho candidatos, bien seleccionados, al Propedéutico. Eso
significa que nuestras comunidades parroquiales no han caído en la cuenta de la
importancia vital de la predicación de la Palabra, de la celebración de la
eucaristía, de la vida comunitaria y del servicio misionero. No han llegado aún
a su mayoría de edad y por eso son estériles.
Son pocas las parroquias que
tienen un grupo Ars que ore por las vocaciones y por el Seminario diariamente
ante el Santísimo. Son pocas las familias que le piden a Dios que escoja uno de
sus hijos para el sacerdocio. Son pocas las parroquias y comunidades que
sostienen al seminario. El Seminario, a pesar de que tiene más de 200 años de
existencia, sigue siendo un gran desconocido que goza de poco aprecio, apoyo
espiritual y material para realizar su misión. Y es que además tenemos una gran
responsabilidad con las Iglesias en Venezuela y con la propagación del
evangelio en el mundo. Su visión y misión no está suficientemente descrita en
nuestro Plan Global.
Invoquemos, hermanos y
hermanas, en esta eucaristía al Espíritu Santo para que infunda en el equipo
formador, en el claustro profesoral, en todo el personal del seminario y sobre
todo en los seminaristas actuales y futuros la fuerza profética necesaria para
renovarse aplicando las enseñanzas del Magisterio pontificio, en concreto del
Papa Francisco, así como los lineamientos y orientaciones publicadas
recientemente por de la Santa Sede.
Necesitamos urgentemente
suficientes hombres de Dios llamados al ministerio ordenado (episcopado,
presbiterado, diaconados) que anuncien con su vida ejemplar, llena de fuerza
interior y de celo apostólico el Evangelio del Reino de la Vida, del Amor, de
la Libertad y de la Paz, en este país tan convulsionado y dividido, que busca a
tientas y por caminos errados, la convivencia fraterna y el entendimiento entre
todos.
La Iglesia en Maracaibo
necesita imperiosamente en todos los que participan en la formación de los
futuros servidores y evangelizadores de la Iglesia, dos grandes convicciones:
Por una parte, la necesidad de contar con hombres de vida interior. “Sin
momentos detenidos de adoración, de encuentro orante con la Palabra, de diálogo
sincero con el Señor, las tareas fácilmente se vacían de sentido, nos
debilitamos por el cansancio y las dificultades, y el fervor se apaga” (EG 262).
Y por otro lado con ministros que vivan a fondo las exigencias de la caridad
con la lógica de la Encarnación” (ibídem).
Hermanos y hermanas, oremos
para que candidatos que vienen a nuestro seminario, de esta arquidiócesis y de
todas las diócesis que aquí los envían, sean cristianos adultos y maduros
abrasados por el fuego del Espíritu, que cultiven el amor que han recibido de
Jesús y estén dispuestos a abandonar toda comodidad y vida fácil para lanzarnos
con generosidad en la aventura del Reino de Dios. Que busquen lo que Cristo
busca, amen a los que él ama, desarrollen el gusto espiritual de ser parte del
pueblo. Que no renieguen de sus orígenes humildes, ni busquen ningún tipo de
escalada social o posición prestigiosa. Que la pasión de Jesús, que era la
pasión por la voluntad de su Padre y por su pueblo, sea también la de ellos y
se dejen conducir dócilmente por el Espíritu dentro del corazón del Padre y de
ese pueblo, para servirlo con alegría, en comunión con sus pastores y hermanos,
todos los días de su vida.
Con Santa María que reunió a
los apóstoles y discípulos de Jesús en el Cenáculo para pedir el don del
Espíritu, reúna también en una sola familia al Seminario Santo Tomás, al Curso
Introductorio del Seminario Menor San Juan Pablo II, los Centros vocacionales
de cada vicaría episcopal y la pastoral vocacional para que trabajen todos en
una misma dirección.
“Ven, Dios Espíritu
Santo y envíanos desde el cielo un rayo de tu luz
Concede
a aquellos que ponen en ti su fe y su confianza, tus siete sagrados dones
Danos
virtudes y méritos, danos una buena muerte y contigo el gozo eterno.” Amén
Basílica de Ntra. Sra. de
Chiquinquirá, Maracaibo, 4 de junio de 2017
+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo